INTRODUCCIÓN

DESCARGAR PDF

LA IMPORTANCIA DE LA LEY

Cuando Wyclif escribió de su Biblia en inglés que «Esta Biblia es para el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», su enunciado no atrajo ninguna atención en lo que tiene que ver con su énfasis sobre la centralidad de la ley bíblica.
El que la ley debía ser la ley de Dios era algo que todos creían; el alejamiento de Wyclif de la opinión aceptada fue que el mismo pueblo no solo debería leer y saber esa ley sino que también debería, en algún sentido, gobernar y también ser gobernado por ella. En este punto, Heer tiene razón al decir que «Wyclif y Hus fueron los primeros en demostrarle a Europa la posibilidad de una alianza entre la universidad y el anhelo de salvación de las personas. Fue la libertad de Oxford lo que sostuvo a Wyclif». El asunto tenía menos que ver con la iglesia o el estado que con gobernar por la palabra-ley de Dios.
Brin ha dicho, en cuanto al orden social hebreo, que difería de todos los demás en que se consideraba como cimentado y gobernado por la ley de Dios dada específicamente para el gobierno del hombre. No menos que el Israel antiguo, el cristianismo creía ser el ámbito de Dios porque se gobernaba por la ley de Dios según se presenta en las Escrituras. Hubo alejamientos de esa ley, variaciones de ella, y laxitud en la fidelidad a ella, pero el cristianismo se consideraba el nuevo Israel de Dios y no menos sujeto a su ley.
Cuando Nueva Inglaterra empezó su existencia como entidad legal, su adopción de la ley bíblica fue un retorno a las Escrituras y un retorno al pasado de Europa.
Fue un nuevo comienzo en términos de viejos cimientos. No fue un comienzo fácil, porque los muchos siervos que vinieron con los puritanos más tarde se rebelaron en pleno contra toda fe y orden bíblicas. No obstante, fue un regreso firme a los fundamentos del cristianismo. Así que los registros de la colonia de New Haven muestran que la ley de Dios, sin ningún tipo de innovación, fue hecha la ley de la colonia: 2 de marzo de 1641/2:
Y conforme al acuerdo fundamental hecho y publicado por consenso pleno y general, cuando la plantación empezó y se estableció el gobierno, de que la ley judicial de Dios dada por Moisés y expuesta en otras partes de las Escrituras, en tanto es un límite y una cerca a la ley moral, y no tiene ninguna referencia ni ceremonial ni típica a Canaán, tiene una equidad eterna en ella, y debe ser la regla de sus procedimientos. 3 de abril de 1644: Se ordenó que las leyes judiciales de Dios, según fueron entregadas por Moisés fueran una regla para todas las cortes de esta jurisdicción en sus procedimientos contra los ofensores.
Thomas Shepard escribió en 1649: «Porque todas las leyes, sean ceremoniales o judiciales, se pueden remitir al decálogo, como apéndices del mismo, o aplicaciones del mismo, y así abarcar todas las demás leyes como sumario suyo».
Es ilusorio sostener que tales opiniones fueron una aberración puritana antes que una práctica verdaderamente bíblica y un aspecto de la vida persistente del cristianismo. Es una herejía moderna la que sostiene que la ley de Dios no tiene significado ni ninguna fuerza obligatoria para el hombre de hoy. Es un aspecto de la influencia del pensamiento humanística y evolucionista sobre la iglesia cristiana, y plantea a un dios que evoluciona y se desarrolla. Este dios «dispensacional» se expresó en la ley en una edad temprana; y luego se expresó más tarde por gracia sola, y ahora tal vez va a expresarse de alguna otra manera.
Pero este no es el Dios de las Escrituras, cuya gracia y ley permanecen sin cambio en toda edad, porque, como Señor soberano y absoluto, no cambia, ni tampoco necesita cambiar. La fuerza del ser humano es lo absoluto de su Dios. Intentar estudiar las Escrituras Sagradas sin estudiar su ley es negarlas. Intentar entender la civilización occidental aparte del impacto de la ley bíblica en ella y sobre ella es buscar una historia ficticia y rechazar veinte siglos con todo su progreso.
La Institución de la Ley Bíblica tiene como propósito invertir la tendencia actual. Se llama «institución» en el significado antiguo de la palabra, o sea, principios fundamentales, en este caso, de la ley, porque la intención es ser un principio, una consideración que instituye esa ley que debe gobernar la sociedad, y que gobernará la sociedad bajo Dios.

1. LA VALIDEZ DE LA LEY BÍBLICA

Una característica central de las iglesias y de la predicación y enseñanza bíblica modernas es el antinomianismo, una posición contraria a la ley. El antinomiano piensa que la fe libra de la ley al creyente, y este no está fuera de la ley sino más bien muerto a la ley. No hay absolutamente ninguna garantía en las Escrituras para el antinomianismo.
La expresión «muerto a la ley», en verdad está en las Escrituras (Gá 2: 9; Ro 7: 4), pero se refiere al creyente en relación a la obra expiatoria de Cristo como el representante y sustituto del creyente; el creyente está muerto a la ley como acusación, como sentencia de muerte en contra suya, pues Cristo murió por él, pero el creyente está vivo a la ley en cuanto a la justicia de Dios.
El propósito de la obra expiatoria de Cristo fue restaurar al hombre a una posición de guardar el pacto en lugar de romperlo, capacitar al hombre para guardar la ley al libertarlo «de la ley del pecado y de la muerte» (Ro 8: 2), «para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros» (Ro 8: 4).
El hombre es restaurado a su posición de cumplidor de la ley. La ley, pues, tiene una posición de centralidad en la formulación de cargos contra el hombre (sentencia de muerte contra el hombre pecador); en la redención del hombre (el hecho de que Cristo, aunque fue perfecto cumplidor de la ley como el nuevo Adán, murió como sustituto del hombre), y en la santificación del hombre (proceso en que el hombre crece en la gracia conforme crece en su observancia de la ley, porque la ley es el camino a la santificación).
El hombre cuando es quebrantador del pacto está en «enemistad contra Dios» (Ro 8: 7) y está sujeto a «la ley del pecado y de la muerte» (Ro 8:2), mientras que el creyente está bajo «la ley del espíritu de vida en Cristo» (Ro 8: 2). La ley es una sola: la ley de Dios. Para el hombre que espera en el pabellón de los condenados a muerte de una prisión, la ley es muerte; para el piadoso, la misma ley que pone a otro en el corredor de la muerte, es vida, porque lo protege de los delincuentes a él y a su propiedad. Sin la ley, la sociedad colapsaría en la anarquía y caería en manos de matones.
La ejecución fiel y completa de la ley es muerte para el asesino pero vida para el piadoso. De manera similar, la ley en su dictamen sobre los enemigos de Dios es muerte; la ley en su cuidado sustentador y bendiciones es un principio de vida para el que acata la ley.
Dios, al crear al hombre, le ordenó que sojuzgara la tierra y se enseñoreara sobre ella (Gen 1: 28). El hombre, en su esfuerzo por establecer un dominio separado y jurisdicción autónoma sobre la tierra (Gen 3: 5), cayó en el pecado y la muerte.
Dios, a fin de restablecer su Reino, llamó a Abraham, y luego a Israel, a que fueran su pueblo, a que sojuzgaran la tierra, y se enseñorearan bajo Dios. La ley, según fue dada por medio de Moisés, estableció las leyes de una sociedad piadosa, del verdadero desarrollo del hombre bajo Dios, y los profetas repetidas veces volvieron a llamar a Israel a este propósito.
El propósito de la venida de Cristo fue en los términos del mismo mandato de la creación. Cristo como el nuevo Adán (1ª Co 15: 45) guardó perfectamente la ley.
Como el que lleva los pecados de los elegidos, murió para hacer expiación por sus pecados, para restaurarlos a su posición de justicia bajo Dios. A los redimidos se les llama de nuevo al propósito original del hombre, a ejercer señorío bajo Dios, a ser los que guardan el pacto, y a cumplir «la justicia de la ley» (Ro 8:4). La ley sigue siendo central en el propósito de Dios.
El hombre ha sido restablecido al propósito y llamamiento original de Dios. La justificación del hombre es por la gracia de Dios en Jesucristo; la santificación del hombre es mediante la ley de Dios.
Como el nuevo pueblo escogido de Dios, a los cristianos se les ordena hacer lo que no hicieron Adán en Edén ni Israel en Canaán. Un pacto, el mismo pacto bajo diferentes administraciones, todavía prevalece. Al hombre se le llama a producir la sociedad que Dios requiere.
La determinación del hombre y la historia proceden de Dios, pero la referencia de la ley de Dios es a este mundo. «El ocuparse del Espíritu es vida y paz» (Ro 8: 6), y tener una mentalidad espiritual no quiere decir ser del otro mundo sino aplicar bajo la dirección del Espíritu Santo a este mundo los mandatos de la palabra escrita.
Un cristianismo sin ley es una contradicción de términos: es anticristiano. El propósito de la gracia no es hacer a un lado la ley, sino cumplir la ley y capacitar el hombre para que la guarde. Si la ley era tan importante para Dios que se hizo necesaria la muerte de Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios, para que hiciera la expiación del pecado del hombre, ¡sería extraño que Dios procediera a abandonar la ley! La meta de la ley no es iniquidad, ni tampoco el propósito de la gracia es un desprecio inicuo del Dador de la gracia.
La creciente violación de la ley y el orden se debe atribuir primero que nada a las iglesias y su persistente antinomianismo. Si las iglesias son flojas respecto a la ley, ¿acaso la gente no van a serlo? Y la ley civil no se puede separar de la ley bíblica, porque la doctrina bíblica de la ley incluye toda la ley civil, eclesiástica, social, familiar, y toda otra forma de ley. El orden social que menosprecia a la ley de Dios se coloca a sí mismo en el corredor de la muerte: está destinado al juicio.

2. LA LEY COMO REVELACIÓN Y TRATADO

En toda cultura la ley es religiosa por su origen. Porque la ley gobierna al hombre y a la sociedad, porque establece y declara el significado de justicia y rectitud, la ley es ineludiblemente religiosa, puesto que establece en forma práctica los supremos intereses de una cultura. De igual manera, una premisa fundamental y necesaria en todo estudio de la ley debe ser,
Primero, un reconocimiento de esta naturaleza religiosa de la ley.
Segundo, se debe reconocer que en cualquier cultura la fuente de la ley es el dios de esa sociedad. Si la ley tiene su fuente en la razón del hombre, la razón es el dios de esa sociedad. Si la fuente es una oligarquía, una corte, senado o gobernante, esa fuente es el dios de ese sistema. Por eso, en la cultura griega la ley fue en esencia un concepto religiosamente humanístico.
A diferencia de toda ley derivada de una revelación, el nomos para los griegos se originaba en la mente (nous). Por tanto, EL nomos genuina no es una simple ley obligatoria, sino algo en lo cual una entidad válida en sí misma se descubre y se apropia. Es «el orden que existe (desde tiempo inmemorial), es válido y se pone en operación».
Debido a que para los griegos la mente era un ente con el orden supremo de las cosas, la mente del hombre era capaz de descubrir la ley suprema (nomos) con sus propios recursos, al penetrar por el laberinto de accidente y materia a las ideas fundamentales del ser. Como resultado, la cultura griega se volvió humanística, porque la mentalidad del hombre era una con lo supremo, y también neoplatónica, ascética y hostil al mundo de la materia, porque la mente, para ser fiel a sí misma, tenía que separarse de lo no-mente.
El humanismo moderno, la religión del Estado, ubica la ley en el Estado y hace del Estado, o del pueblo, representado por el Estado, el dios del sistema.
Como dijo Mao Tse-Tung: «Nuestro Dios no es otro que las masas del pueblo chino». En la cultura occidental, la ley ha ido pasando de Dios a las personas (o al estado) como su fuente, aunque el poder y la vitalidad históricos de Occidente han estado en la fe y la ley bíblicas.
Tercero, en una sociedad, cualquier cambio de la ley es un cambio de religión explícito o implícito. Es más, nada revela con mayor claridad el cambio religioso en una sociedad que una rebelión legal. Cuando los cimientos legales pasan de la ley bíblica a la ideología humanística, eso quiere decir que la sociedad deriva su vitalidad y poder del humanismo, y no del teísmo cristiano.
Cuarto, no es posible ningún desestablecimiento de la religión como tal en una sociedad. Una iglesia se puede desestablecer, y una religión en particular puede ser suplantada por otra, pero el cambio es a otra religión. Puesto que los cimientos de la ley son ineludiblemente religiosos, ninguna sociedad existe sin un cimiento religioso o sin un sistema de ley que codifique la moralidad de su religión.
Quinto, en un sistema de ley no puede haber tolerancia para otra religión. La tolerancia es un artificio que se usa para introducir un nuevo sistema de ley como preludio a una nueva intolerancia. El positivismo legal, fe humanística, ha sido salvaje en su hostilidad al sistema legal bíblico y ha aducido ser un sistema «abierto ». Pero Cohen, que dista mucho de ser cristiano, ha descrito muy bien a los positivistas lógicos como «nihilistas» y su fe como «absolutismo nihilista».
Todo sistema de ley debe mantener su existencia por hostilidad a todo otro sistema de ley y a cimientos religiosos foráneos, o de otra manera cometerá suicidio.
Al analizar ahora la naturaleza de la ley bíblica, es importante notar primero que, para la Biblia, la ley es revelación. La palabra ley en hebreo es Tora, que quiere decir instrucción, dirección autoritativa.
El concepto bíblico de la ley es más amplio que los códigos legales de la formulación mosaica. Se aplica a la palabra e instrucción divina en su totalidad: los profetas anteriores también usaron Tora para denotar la palabra divina proclamada por medio de ellos (Is 8:16, también el v. 20; Is 30:9; también tal vez Is 1: 10).
Aparte de esto, ciertos pasajes en los profetas más antiguos usaron la palabra Tora también para referirse al mandamiento de Yahvé que se escribió, como en Oseas 8:12. Además hay claramente ejemplos no solo de asuntos rituales, sino también de ética.
De ahí que en cualquier caso en este período Tora tenía el significado de una instrucción divina, sea que hubiera sido escrita mucho tiempo atrás como ley y preservada y pronunciada por un sacerdote, o si el sacerdote la estaba proclamando en ese momento (Lm. 2: 9; Ez 7: 26; Mal 2: 4s.), Dios comisiona al profeta para que la pronuncie para una situación definida (como tal vez en Is 30:9).
Así que lo que es objetivamente esencial en la Tora no es la forma sino la autoridad divina.
La ley es la revelación de Dios y su justicia. No hay base en las Escrituras para menospreciar la ley. Tampoco se puede relegar la ley al Antiguo Testamento y la gracia al Nuevo:
La tradicional distinción entre el AT como libro de la ley y el NT como libro de gracia divina no tiene base ni justificación. La gracia y misericordia divinas son la presuposición de la ley en el AT; y la gracia y el amor de Dios que se muestran en los eventos del NT dan entrada a las obligaciones legales del nuevo pacto.
Además, el AT contiene evidencia de una larga historia de desarrollos legales que se deben evaluar antes de que se entienda adecuadamente el lugar de la ley. Las polémicas de Pablo contra la ley en Gálatas y Romanos se dirigen contra un entendimiento de la ley que por ninguna manera es característico del AT como un todo.
No hay contradicción entre ley y gracia. La cuestión en la Epístola de Santiago es la fe y las obras, no la fe y la ley. El judaísmo había hecho de la ley la mediadora entre Dios y el hombre, y entre Dios y el mundo. Fue este concepto de la ley, y no la ley en sí misma, lo que Jesús atacó. Siendo él mismo el mediador, Jesús rechazó la ley como mediadora a fin de restablecer la ley al papel que le asignó Dios como ley, como camino a la santidad.
Estableció la ley al dispensar perdón como el legislador en pleno respaldo de la ley como la palabra convincente que hace pecadores a los hombres. La ley quedó rechazada solo como mediadora y como fuente de justificación. Jesús reconoció plenamente la ley, y la obedeció. Fueron solo las absurdas interpretaciones de la ley lo que rechazó.
Todavía más, No tenemos derecho a deducir de las enseñanzas de Jesús en los Evangelios que él haya hecho alguna distinción formal entre la ley mosaica y la ley de Dios. Como su misión no era abrogar, sino cumplir la ley y los profetas (Mt 5: 17), muy lejos de decir algo en descrédito de la ley mosaica o alentar a sus discípulos a asumir una actitud de independencia respecto a ella, expresamente reconoció la autoridad de la ley mosaica como tal, y a los fariseos como sus intérpretes oficiales (Mt 23: 1-3).
Con la consumación de la obra de Cristo, el papel de los fariseos como intérpretes terminó, pero no la autoridad de la ley. En la era del Nuevo Testamento, solo la revelación recibida apostólicamente fue base para cualquier alteración de la ley.
La autoridad de la ley siguió sin cambio: San Pedro, p. ej., requirió de una revelación especial antes de entrar en la casa del incircunciso Cornelio y admitir al primer convertido gentil a la iglesia mediante el bautismo (Hch 10: 1-48), paso que no dejó de levantar oposición de parte de los que «eran de la circuncisión» (cf. 11: 1-18).
La segunda característica de la ley bíblica es que es un tratado o pacto. Kline ha mostrado que la forma del otorgamiento de la ley, el lenguaje del texto, el prólogo histórico, el requisito de dedicación exclusiva al protector, Dios, el pronunciamiento de imprecaciones y bendiciones, y mucho más, señalan al hecho de que la ley es un tratado que Dios estableció con su pueblo. En verdad, «la revelación inscrita en las dos tablas fue más bien un tratado o pacto de protección antes que un código legal».
El sumario del pacto completo, los Diez Mandamientos, fue escrito en cada una de las dos tablas de piedra, una tabla o copia del tratado para cada una de las partes del tratado: Dios e Israel.
Las dos tablas de piedra, por consiguiente, no se deben asemejar a una estela que contiene una de la media docena, o algo así, de códigos legales anteriores o casi contemporáneos a Moisés como si Dios hubiera inscrito en estas tablas un cuerpo de ley. La revelación que contienen es nada menos que un epítome del pacto concedido por Yahvé, el Señor soberano del cielo y de la tierra, a su siervo elegido y redimido, Israel.
No ley, sino pacto. Eso se debe afirmar cuando estamos buscando una categoría comprehensiva lo suficiente para hacer justicia a esta revelación en su totalidad. Al mismo tiempo, la prominencia de las estipulaciones, reflejadas en el hecho de que «las diez palabras» son el elemento usado como pars prototo, señala la centralidad de la ley en este tipo de pacto.
Probablemente no hay dirección más clara concedida al teólogo bíblico para definir con énfasis bíblico el tipo de pacto que Dios adoptó para formalizar su relación con su pueblo que el dado en el pacto que le dio a Israel para que realizara, es decir, «los diez mandamientos ». Tal pacto es una declaración del señorío de Dios, consagrando a un pueblo para sí mismo en un orden de vida dictado soberanamente.
Esta última frase es necesario recalcarla: el pacto es «un orden de vida dictado soberanamente». Dios como el Señor soberano y Creador le da su ley al hombre como un acto de gracia soberana. Es un acto de elección, de gracia electora (Dt 7: 7ss; 8: 17; 9: 4-6, etc.).
El Dios al que le pertenece la tierra tendrá a Israel como propiedad suya, Ex 19:5. Es solo en base a la elección y dirección de la gracia de Dios que se dan los mandamientos divinos al pueblo, y por consiguiente el decálogo, Ex 20: 2, coloca al mismo principio el hecho de la elección.
En la ley se ordena la vida total del hombre: «No hay distinción de primer orden entre la vida interna y la externa; el santo llamamiento al pueblo se debe realizar en ambas».
La tercera característica de la ley bíblica o pacto es que constituye un plan de señorío bajo Dios. Dios llamó a Adán para que se enseñoreara en términos de la revelación de Dios, la ley de Dios (Gen 1: 26 ; 2: 15-17).
Este mismo llamamiento, después de la caída, se exigió de la línea consagrada, y en Noé se renovó formalmente (Gen 9: 1-17). Se renovó de nuevo con Abraham, con Jacob, con Israel en la persona de Moisés, con Josué, David, Salomón (cuyos Proverbios hacen eco de la ley), con Ezequías y Josías, y finalmente con Jesucristo.
El sacramento de la Cena del Señor es la renovación del pacto: «Esta es mi sangre del nuevo testamento » (o pacto), así que el sacramento mismo restablece la ley, esta vez con un nuevo grupo elegido (Mt 26: 28; Mr. 14: 24; Lc 22: 20; 1ª Co 11:25).
El pueblo de la ley es ahora el pueblo de Cristo, los creyentes redimidos por su sangre expiatoria y llamados por su elección soberana. Kline, al analizar Hebreos 9: 16, 17, en relación a la administración del pacto, observa: El cuadro sugerido sería el de los hijos de Cristo (. 2: 13) que heredan su dominio universal como su porción eterna (note 9: 15b; cf. también 1: 14; 2: 5; 6: 17; 11: 7ss).
Y tal es la maravilla del Testador-Mediador mesiánico que la herencia real de sus hijos, que entra en vigor solo mediante su muerte, es no obstante ¡de corregencia con el Testador vivo! Porque (para seguir la dirección tipológica provista por Heb 9: 16, 17 según la interpretación presente) Jesús es a la vez Moisés muriendo y Josué triunfando. No meramente en figura sino en verdad un Mediador real redivivo, asegura la dinastía divina al triunfar él mismo en el poder de la resurrección y la gloria de la ascensión.
El propósito de Dios al requerir de Adán que se enseñoreara en la tierra sigue siendo su palabra de pacto continuado: el hombre, creado a imagen de Dios y con la orden de sojuzgar la tierra y enseñorearse en ella en nombre de Dios, es llamado de nuevo a esta tarea y privilegio mediante su redención y regeneración.
La ley es por consiguiente la ley para el hombre cristiano y para la sociedad cristiana. Nada es más mortífero ni más perjudicial que la noción de que el creyente está en libertad respecto a la clase de ley que puede tener. Calvino, cuyo humanismo clásico ganó prestigio en este punto, dijo de la ley de los estados, de los gobiernos civiles:
Notaré de pasada de qué leyes puede (el estado) servirse santamente delante de Dios, y a la vez ser justo con los hombres. E incluso preferiría no tratarlo, si no fuera porque veo que muchos yerran peligrosamente en esto.
Porque hay algunos que piensan que un estado no puede ser bien gobernado si, dejando a un lado la legislación mosaica, no se rige por las leyes comunes de las demás naciones. Cuán peligrosa y sediciosa sea tal opinión lo dejo a la consideración de los otros; a mí me basta probar que es falsa e insensata.
Tales ideas, comunes en círculos calvinistas y luteranos, y en virtualmente todas las iglesias, son de todas formas tontería heréticas. Calvino favorecía «la ley común de las naciones». Pero la ley común de las naciones en su día era la ley bíblica, aunque extensamente desnaturalizada por la ley romana. Y esta «ley común de las naciones» estaba evidenciando cada vez más una nueva religión: el humanismo.
El calvinismo quería el establecimiento de la religión cristiana; no pudo tenerla, ni podía haber durado en Ginebra, sin la ley bíblica.
Dos eruditos reformados, al escribir sobre el estado, declaran: «Debe ser siervo de Dios, para nuestro bienestar. Debe ejercer justicia, y tiene el poder de la espada». Sin embargo estos hombres siguen a Calvino al rechazar la ley bíblica a favor de «la ley común de las naciones».
Pero, ¿puede el estado ser siervo de Dios y soslayar la ley de Dios? Y, si el estado «debe ejercer justicia», ¿cómo se define la justicia, por las naciones o por Dios? Hay tantas ideas de justicia como religiones.
La pregunta, entonces, es, ¿cuál ley para el estado? ¿Será la ley positiva, la ley de las naciones, una ley relativista? De Jongste y Van Krimpen, después de clamar por «justicia» en el estado, declaran: «Una legislación estática válida para todos los tiempos es una imposibilidad».
¡Vaya! Entonces, ¿qué en cuanto al mandamiento, la legislación bíblica, por favor, «No matarás», y «No robarás»? ¿Acaso no tienen el propósito de ser válidos para todo tiempo y en todo orden civil? Al abandonar la ley bíblica, estos teólogos protestantes acaban en un relativismo moral y legal.
Los eruditos católicos ofrecen la ley natural. El origen de este concepto es la ley y la religión romana. Para la Biblia, no hay ley en la naturaleza, porque es una naturaleza caída y no puede ser normativa. Es más, la fuente de la ley no es la naturaleza sino Dios. No hay ley en la naturaleza sino una ley que está por encima de la naturaleza: la ley de Dios.
Ni la ley positiva ni la ley natural pueden reflejar otra cosa sino el pecado y la apostasía del hombre: la ley revelada es la necesidad y privilegio de la sociedad cristiana. Es el único medio por el que el hombre puede cumplir su mandato de la creación de ejercer dominio bajo Dios. Aparte de la ley revelada, el hombre no puede decir que está bajo Dios sino en rebelión contra Dios.

3. LA DIRECCIÓN DE LA LEY

Para entender la ley bíblica, es necesario entender también ciertas características básicas de esa ley. Primero, se declaran ciertas premisas o principios amplios.
Estas son declaraciones de ley básica. Los Diez Mandamientos nos dan esas declaraciones.
Los Diez Mandamientos no son, por consiguiente, leyes entre leyes, sino leyes básicas, de las cuales las varias leyes son ejemplos específicos. Un ejemplo de tal ley básica es Éxodo 20:15 (Dt 5:19): «No hurtarás».
Al analizar este mandamiento, «no hurtarás», es importante notar,
(A) que esto es positivamente el establecimiento de la propiedad privada, aun cuando, negativamente, castiga los atentados contra la propiedad. El mandamiento, de este modo, establece y protege un aspecto básico de la vida. Pero,
(B) incluso más importante, este establecimiento de propiedad parte, no del estado ni del hombre sino del Dios soberano y omnipotente. Todos los mandamientos tienen su origen en Dios, quien, como Señor soberano, dicta leyes que gobiernan su reino. Es más, se deduce que,
(C) puesto que Dios decreta la ley, cualquier ofensa contra la ley es una ofensa contra Dios. Sea que la ley se refiera a propiedad, persona, familia, trabajo, capital, iglesia, estado o cualquier otra cosa, su primer marco de referencia es a Dios. En esencia, romper la ley es ir de lleno contra Dios, puesto que todo y toda persona es creación suya. Pero David declaró, con referencia a sus actos de adulterio y asesinato: «Contra ti, contra ti solo he pecado, Y he hecho lo malo delante de tus ojos» (Sal 51: 4). Esto quiere decir, entonces,
(D) que la anarquía también es pecado, o sea, que cualquier acto de desobediencia civil, de familia, eclesiástico u otro acto social, es también una ofensa religiosa a menos que la desobediencia sea por obedecer primero a Dios.
Con esto en mente, de que la ley,
Primero, establece principios amplios y básicos, examinemos una segunda característica de la ley bíblica, es decir, que una porción principal de la ley es norma jurídica, o sea, ilustración del principio básico en términos de casos específicos.
Estos casos específicos a menudo son ilustraciones del alcance de la aplicación de la ley; es decir, al citar un tipo mínimo de caso, se revelan las jurisdicciones necesarias de la ley. Para evitar que tengamos excusa alguna para no entender y utilizar este concepto, la Biblia nos da su propia interpretación de tal ley, y la ilustración, que fue dada por San Pablo, deja en claro el respaldo a la ley que da el Nuevo Testamento.
Citamos, por consiguiente,
Primero, el principio básico,
Segundo, la norma jurídica y,
Tercero, la declaración paulina de la aplicación de la ley:
1. No hurtarás. (Ex 20: 15). La ley básica, declaración de principios.
2. No pondrás bozal al buey que trilla (Dt 25: 4). Ilustración de la ley básica, una norma jurídica.
3. Porque en la ley de Moisés está escrito: No pondrás bozal al buey que trilla. ¿Tiene Dios cuidado de los bueyes, o lo dice enteramente por nosotros?
Pues por nosotros se escribió; porque con esperanza debe arar el que ara, y el que trilla, con esperanza de recibir del fruto. Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio (1ª Co 9: 9, 10, 14; el pasaje entero, 9: 1-14, es una interpretación de la ley).
Pues la Escritura dice: «No pondrás bozal al buey que trilla». Y, «Digno es el obrero de su salario» (1ª Ti 5: 18, cf. v. 17; la ilustración es para recalcar el requisito de «honor», o «doble honor» a presbíteros o ancianos, o sea, pastores de la iglesia). Estos dos pasajes ilustran lo que se pide, «No hurtarás», en términos de una norma jurídica específica, y revela el alcance de ese caso en sus implicaciones.
En su Epístola a Timoteo, Pablo se refiere a la ley que en efecto declara, como norma jurídica, que «digno es el obrero de su salario».
La referencia es a Levítico 19:13: «No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás.
No retendrás el salario del jornalero en tu casa hasta la mañana»; y a Deuteronomio 24:14: «No oprimirás al jornalero pobre y menesteroso, ya sea de tus hermanos o de los extranjeros que habitan en tu tierra dentro de tus ciudades» (v. 15). Jesús citó esto, Lucas 10:7: «el obrero es digno de su salario».
Si es pecado privarle a un buey de su comida, entonces también es pecado estafarle el salario a un hombre: es robo en ambos casos. Si robo es como Dios clasifica una ofensa contra un animal, ¿cuánto más lo será una ofensa contra el apóstol y ministro de Dios? La implicación entonces es que mucho más mortífero robarle a Dios. Malaquías lo dice con toda claridad:
¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado. Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde.
Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo será estéril, dice Jehová de los ejércitos. Y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable, dice Jehová de los ejércitos (Mal 3: 8-12).
Este tipo de norma jurídica ilustra no solo el significado de la norma jurídica en las Escrituras, sino también su necesidad. Sin norma, la ley de Dios pronto quedaría reducida a un ámbito en extremo limitado de significado. Esto, por supuesto, es lo que ha sucedido. Los que niegan la presente validez de la ley aparte de los Diez Mandamientos tienen como consecuencia una definición muy limitada de robo. Su definición por lo general se guía por la ley civil de su país, es humanística, y no es radicalmente diferente de las definiciones que dan los musulmanes, budistas y humanísticas. Pero, al analizar más tarde los casos de ley ilustrativos del precepto de «no hurtarás», veremos cuán largo alcance tiene su significado.
La ley, entonces,
Primero enuncia principios;
Segundo, cita casos para desarrollar las implicaciones de esos principios, y,
Tercero, tiene como propósito y rumbo la restitución del orden de Dios.
Este tercer aspecto es básico para la ley bíblica, e ilustra de nuevo la diferencia entre la ley bíblica y la ley humanística. Según un erudito, «la justicia en su sentido verdadero y propio es un principio de coordinación entre seres subjetivos».
Tal concepto de justicia no solo es humanístico sino también subjetivo. En lugar de un orden objetivo básico de justicia, hay más bien solo una condición emocional llamada justicia.
En un sistema de ley humanista, la restitución es posible y a menudo existe; pero, insisto, no es la restauración del orden fundamental de Dios sino de la condición del hombre. La restitución, entonces, es enteramente al hombre.
 La ley bíblica requiere restitución a la persona ofendida, pero incluso más básico a la ley es el requisito de la restauración del orden de Dios. No son solo los tribunales los que operan en términos de restitución. Para la ley bíblica, la restitución es, en verdad,
(A) algo que los tribunales deben exigir a todos los ofensores; pero, incluso más,
(B) es el propósito y rumbo de la ley en su totalidad, la restauración del orden de Dios, una creación gloriosa y buena que glorifica a su Creador. Todavía más,
(C) la divina corte soberana y la ley operan en términos de restitución en todo momento, para maldecir la desobediencia y estorbar con ello su reto y la devastación del orden de Dios, y para bendecir y prosperar la restauración obediente del orden de Dios.
La declaración de Malaquías respecto a los diezmos, para volver a nuestra ilustración, implica esto y, en verdad, lo indica explícitamente: que son «Malditos con maldición» por robarle a Dios sus diezmos. Por consiguiente, sus campos no son productivos, puesto que trabajan contra el propósito restrictivo de Dios.
La obediencia a la ley divina del diezmo, honrando en lugar de robarle a Dios, inundará a su pueblo con bendiciones. La palabra «inundación» es apropiada: la expresión «las cataratas de los cielos fueron abiertas» trae a colación el diluvio (Gen 7: 11), que fue un ejemplo clásico de una maldición. Pero el propósito de la maldición también es la restitución: la maldición impide que los injustos subviertan el orden de Dios.
Los hombres de la generación de Noé fueron destruidos en sus propósitos perversos, puesto que conspiraron contra el orden de Dios (Gen 6: 5), a fin de instituir los procesos de restauración por medio de Noé.
Pero, volvamos a nuestra ilustración original de la ley bíblica: «No hurtarás». El Nuevo Testamento ilustra la restitución después de una extorsión bajo la forma de impuestos injustos en la persona de Zaqueo (Lc 19: 2-9), a quien se declaró salvo después de anunciar su intención de hacer plena restitución.
La restitución está bien en mente en el Sermón del Monte (Mt 5: 23-26). Un erudito dijo: En Efesios 4:28, San Pablo muestra cómo se debía aplicar el principio de restitución. El que había sido ladrón no solo debe dejar de robar, sino también debe trabajar con sus manos para que pueda restaurar lo que había tomado indebidamente, pero en caso de que no se pudiera hallar a los que habían sufrido el daño, la restitución se debía hacer a los pobres.
Este hecho de restitución o restauración se expresa, en su relación a Dios, de tres maneras.
Primero, hay la restitución o restauración de la palabra ley soberana de Dios mediante proclamación. San Juan el Bautista, mediante su predicación, restauró la palabra ley a la vida del pueblo de Dios. Jesús lo declaró así: «A la verdad, Elías viene primero, y restaurará todas las cosas. Mas os digo que Elías ya vino, y no le conocieron» (Mt 17: 11, 12).
Segundo, la restauración que viene al sujetar todas las cosas a Cristo y establecer un orden santo en el mundo (Mt 28:18-20; 2 Co 10:5; Ap. 11:15, etc.). Tercero, con la segunda venida hay una restauración total, final, que viene con la Segunda Venida, y hacia la cual se mueve la historia; la Segunda Venida es el acto total y culminante, y no el único acto de «los tiempos de la restauración» (Hch 3: 21).
El pacto de Dios con Adán le exigía que se enseñoreara sobre la tierra y la sojuzgara (Gen 1: 26) bajo Dios y según la palabra-ley de Dios. Esta relación del hombre con Dios fue un pacto (Os 6: 7). Pero toda la Escritura parte de la verdad de que el hombre siempre está en una relación de pacto con Dios.
Todos los tratos de Dios con Adán en el paraíso presuponen esta relación personal, porque Dios hablaba con Adán y se le revelaba, y Adán conocía a Dios al aire del día. Además, la salvación siempre se presenta como el establecimiento y realización del pacto de Dios, esta relación de pacto no se debe concebir como algo incidental, como un medio para un fin, como una relación que fue establecida mediante un acuerdo, sino como una relación fundamental en la cual Adán estuvo ante Dios en virtud de su creación.
La restauración de esa relación de pacto fue la obra de Cristo, su gracia para con sus elegidos. El cumplimiento de ese pacto es su gran comisión: someter todas las cosas y todas las naciones a Cristo y a su palabra ley.
El mandato de la creación fue precisamente el requisito de que el hombre sojuzgara la tierra y se enseñoreara sobre ella. No hay ni una sola palabra en las Escrituras que indiquen o impliquen que este mandato haya sido revocado. Hay palabras en las Escrituras que declaran que este mandato debe cumplirse y se cumplirá, y «la Escritura no puede ser quebrantada», según Jesús (Jn 10: 35). Los que intenten violarla serán quebrantados.

EL EVANGELIO, ESENCIA DEL NUEVO TESTAMENTO

INTRODUCCIÓN

El Nuevo Testamento es el testimonio del cumplimiento de todo aquello que en el Antiguo fue promesa. El gran Profeta que había de venir (Dt. 18:15, 18) ya ha llegado. El «Hijo de David», el Rey ideal, ya ha hecho su aparición. Con Él se rompe el silencio de Dios que había durado desde los últimos profetas postexílicos.
Se oye de nuevo su palabra con el contenido maravilloso y los acentos triunfales del euangelion, la buena noticia. El tiempo de la espera ha llegado a su fin. Ha sonado la hora del nuevo eón. Es el tiempo por excelencia de la salvación (Hch. 4:12; 13:26; Ro. 1:16; etc.). No es todavía la hora de la consumación perfecta del plan salvífica de Dios. Todavía el pueblo redimido conocerá la tensión, el conflicto, el dolor. Todavía tendrá que vivir en esperanza (Ro. 8:23-25).
Pero a partir de ahora la esperanza descansará sobre la base de hechos gloriosos que ya han tenido lugar: la muerte y la resurrección de Jesucristo, garantía de la victoria final de Dios, así como del poder que sostendrá al pueblo cristiano y de las grandes bendiciones que éste disfrutará ya aquí y ahora.
Al analizar el contenido del mensaje esencial del Nuevo Testamento, es decir, del Evangelio, observamos algunos hechos de especial importancia hermenéutica:

1. JESUCRISTO ES EL CENTRO DE LA PROCLAMACIÓN EVANGÉLICA.

Un centro que es mucho más que un punto. Es un círculo inmenso que prácticamente ocupa la totalidad de la buena nueva. Por ello resulta tan acertado el título del evangelio de Marcos: «Principio del Evangelio de Jesucristo.» Jesús no es sólo su anunciador. Es lo primordial de su contenido. Todo gira en torno a Él.
Dios se revela en su unigénito Hijo, quien lo da a conocer (Jn. 1:18). La ley, tan trascendental para los judíos, es interpretada, enriquecida Y cumplida por Él. A través de Cristo se manifiestan las fuerzas del Reino de Dios (Mt. 12:28). El es la nueva cabeza de la humanidad (Ro. 5:15 y ss.). Sólo por la fe en Jesucristo podemos poseer la vida eterna (Jn. 3:16; 5:24) y participa~ en la nueva creación de la que El es autor (2 Ca. 5: 17). La autoridad de su palabra es insuperable y de la actitud de los hombres ante ella depende su destino (Jn. 12:48).

ESTE HECHO ES FUNDAMENTAL DESDE EL PUNTO DE VISTA HERMENÉUTICO.

Ningún texto del Nuevo Testamento puede ser interpretado adecuadamente si se pierde de vista la centralidad de Cristo en el Evangelio y las implicaciones de la misma. Ninguna doctrina, ningún precepto moral, ninguna experiencia religiosa –individual o colectiva se pueden separarse de Cristo.
Las enseñanzas de las diversas religiones han sido justamente juzgadas por su valor intrínseco, independiente de sus fundadores, quienes eran únicamente transmisores de aquéllas. Pero en el cristianismo, Jesucristo es, inseparablemente, el mensajero y el mensaje. Como atinadamente afirmó Griffith Thomas al titular uno de sus libros, «el cristianismo es Cristo». Y la autenticidad de la fe cristiana no se determina por la ortodoxia de unas creencias, sino por la relación personal del creyente con su Salvador y Señor.

2. CRISTO ES EL GRAN ANTITIPO DE TODOS LOS TIPOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO.

Como tuvimos ocasión de ver en el capítulo relativo a tipología, es enorme la cantidad de material de Antiguo Testamento que prefigura a Cristo y los diferentes aspectos de su obra.
Lo más grande de cuanto Israel había tenido por sagrado apuntaba a Jesús (Jn. 5:39). Jesucristo es la nueva pascua de su pueblo (l Ca. 5:7), el verdadero maná (Jn. 6:30-35), la roca de la que mana el agua de vida (l Co. 10:4), el tabernáculo por excelencia (Jn. 1;14), el incomparable sumo sacerdote (He. 4:14 y ss.), el cordero inmaculado que quita el pecado del mundo (Jn. 1:29). Podríamos multiplicar los ejemplos de tipos referidos a Cristo.
Todos ellos, al compararlos con el gran Antitipo, son como insignificantes lucecillas que anuncian la aparición del «sol de justicia en cuyas alas traerá salvación» (Mal. 4:2). La abundancia de tales tipos, así como su gran variedad ilustrativa, nos ayudan a entender mejor la grandiosidad de Cristo y las múltiples facetas de su ministerio redentor.

3. LA SALVACIÓN DEL HOMBRE, FINALIDAD DE LA OBRA DE CRISTO.

Sobre este tema volveremos más adelante para considerarlo bajo la perspectiva del Reino. Pero su importancia nos obliga a darle un lugar también aquí.
El propósito del Evangelio no es enriquecer la mente humana con nuevos conocimientos religiosos, sino ofrecer a los hombres la salvación (Le. 19: 10). La proclamación apostólica hace resaltar constantemente este hecho (Hch. 4:12; 13:26; Ro. 1:16; 13:11; 2 Co. 6:2; Ef. 1:13; 2 Ts. 2:13; 2 Ti. 2:10; He. 2:3; 5:9; 1 P. 1:9; etc.).
Es de destacar que el significado del nombre de Jesús (Salvador) ya aparece con notable relieve en el relato del nacimiento que hallamos en Mateo (l :21). Y las narraciones de los evangelistas coinciden al destacar el ministerio de Juan el bautista, preparación del de Jesús, como una potente llamada a disfrutar de la era de la salvación por la vía del arrepentimiento.
Desde el primer momento se hace evidente que la salvación cristiana es de naturaleza moral. No se trata de liberación de enemigos humanos o de circunstancias temporales adversas, idea prevaleciente -aunque no exclusiva- en el Antiguo Testamento.
El hombre ha de ser salvado prioritariamente de la tiranía de su propio egocentrismo, de sus codicias, del desenfreno de sus pasiones, de sus actos injustos, de malignas fuerzas cósmicas y -lo que es más grave- de su rebeldía contra Dios. Sólo cuando el hombre es librado de tan nefasta servidumbre adquiere su verdadera libertad.
Y sólo Cristo puede liberarle (Jn. 8:32, 36). Todo esfuerzo humano por alcanzar la salvación es vano. La salvación es don de Dios que se recibe mediante la fe (Ef. 2:8).
Esta salvación no se agota con la mera emancipación de la esclavitud moral en que vive todo hombre por naturaleza. Se extiende a una amplísima esfera en la que e redimido ha de hacer uso positivo de su libertad. La salvación proclamada en el Evangelio no es únicamente salvación de, sino salvación para. Tiene una finalidad: servir gozosamente a Dios en conformidad con los principios morales contenidos en su Palabra. Pablo expresa magistralmente ese fin: «Muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro... libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia» (Ro. 6:11, 18).
La salvación, según el Nuevo Testamento, es comparable a un éxodo glorioso. Dios «nos ha librado de la potestad de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo» (Col. 1:13). Esto equivale a un cambio radical en el interior de la mente (metanoia y a un cambio en la conducta. El evangelio destruye todo fundamento falso de esperanza respecto a la salvación y exige frutos dignos de auténtico arrepentimiento.
El concepto novotestamentario de la salvación es, como acabamos de ver, primordialmente moral y espiritual; pero incluye el bienestar total de la persona. El paralítico no sólo recibió el perdón de sus pecados; también fue sanado físicamente. La obra restauradora de Dios tiene que ver no solamente con las almas, sino también con los cuerpos; no sólo con lo espiritual y eterno, sino además con lo temporal. Una proclamación del Evangelio que no tenga en cuenta al hombre en la totalidad de su naturaleza y de sus necesidades no es una exposición completa de la buena nueva.
Es cierto que no parece ser voluntad de Dios efectuar una salvación psicofísica total -incluida la liberación de enfermedades y otras causas de sufrimiento-de modo inmediato en la experiencia de todos sus hijos o restaurar ya ahora nuestro mundo caótico al orden y la armonía del principio de la creación. En el tiempo presente no puede dejar de oírse el gemido de un universo sujeto a dolor y frustración (Ro. 8:19-22).
La consumación de la obra salvífica de Dios tendrá lugar en el futuro; pero ya ahora el redimido es llamado a interesarse y obrar en favor de la creación, de cuanto es obra de Dios; sobre todo, en favor de su prójimo, viendo a éste en su particular situación existencial, como vio el buen samaritano al judío mal herido y despojado en el camino de Jericó.
Pero si es verdad que la espiritualidad y trascendencia del Evangelio ~o anulan los aspectos temporales de la salvación, no es menos Cierto que éstos tampoco eclipsan la gloria escatológica de su mensaje. La salvación cristiana presente es salvación en tránsito; no ha alcanzado aún su término. Pero la meta está cada vez más cerca. Maranatha, el Señor viene (l Co. 16:22). Y cuando venga nuestra salvación será perfecta (l Jn. 3:1-3).

4. EL NUEVO PUEBLO DE DIOS.

Este es uno de los puntos que mayor atención exigen, dado que una apreciación incompleta o defectuosa del mismo puede dar origen a conclusiones equivocadas.
Es el Antiguo Testamento, Israel es el pueblo de Yahvéh, su especial tesoro, su posesión (Ex. 9:5; 01. 4:20; 7:6), su siervo (Sal. 135: 14; Is. 48:20), su hijo (Ex. 4:22-23; Os. 11: 1), su grey (Sal. 95:7). Con ese pueblo establece Dios una relación de alianza basada en amorosa elección, a la que Israel había de corresponder con la obediencia.
A causa de la deslealtad israelita la bendición divina es trocada en juicio. Consecuentemente, la nación como tal deja de ser pueblo en el sentido que el término entrañaba según Dios. A Israel se le da el nombre de lo-ammi (no pueblo mío). Dios mismo explica el porqué: «Porque vosotros no sois mi pueblo ni yo seré vuestro Dios» (Os. 1:9). La infidelidad humana no alterará la fidelidad divina y al final desaparecerá la partícula negativa de lo-ammi para convertirse nuevamente en ammi, «pueblo mío» (Os. 2:23).
Pero entretanto ¿quién constituiría el verdadero pueblo de Dios? El «resto» fiel de israelitas que perseveraba en el temor de Yahvéh. Su cédula de pertenencia al pueblo escogido no era su partida de nacimiento, sino su fe. Guiado por los profetas, este realmente piadoso mantuvo viva la esperanza de la plena restauración de Israel (Ez. 11:16-20). Pero el plan de Dios iba mucho más allá. Traspasó los límites nacionalistas para incluir en su pueblo a hombres y mujeres de todos los países (Is. 45:20-24; 49:6; 55:4-7; Zac. 2: 10-12).
La evolución del concepto «pueblo de Dios» en el Antiguo Testamento hace cada vez más evidente que el verdadero israelita no es el mero descendiente de Abraham, de Isaac y de Jacob, sino el que oye la palabra de Dios y la guarda. Esta conclusión nos deja ya en el plano conceptual del Nuevo Testamento, y en cierto modo podría justificar la duda de si en éste realmente hallamos o no un nuevo pueblo de Dios, pues, salvadas las diferencias de conocimiento, las características fundamentales de los creyentes, antes y después de Cristo, son prácticamente las mismas.
No obstante, parece claro que el Evangelio, sobre la base de un nuevo pacto, transfiere a la Iglesia cristiana todas las características propias del pueblo de Dios, y de modo tal que la hace aparecer como una especial modalidad del mismo, pero con una singularidad que la distingue del conjunto de lo santos de todos los tiempos.
Según el Evangelio, el pueblo de Dios está compuesto por los creyentes en Jesucristo. Ningún título, mérito o circunstancia de tipo humano nos da el derecho de pertenecer a él. Únicamente son válidos el arrepentimiento y la fe en el Hijo de Dios, sin distinción de raza, nación o lengua. Ellaos theou ahora estará formado tanto por judíos como por gentiles, sin más barrera o exclusión que la causada por la incredulidad.
El Evangelio es poder de Dios para salvación para todo aquel que cree (Rom. 1:16). De la misma manera que sin Cristo tanto los judíos como los gentiles están perdidos (Ro. 3:9), así en Cristo Dios justifica tanto a los unos como a los otros (Ro. 3:29-30) para hacer un solo pueblo, un solo cuerpo en el que todos los miembros tienen idéntico derecho de acceder al Padre por un mismo Espíritu (Ef. 2:11-18). En este nuevo pueblo, Cristo es el todo en todos (Col. 3: 11).
Pero si el Evangelio nos presenta la Iglesia como el verdadero pueblo de Dios, ¿qué lugar ocupa Israel en el esquema novotestamentario?
Esta cuestión ya se planteó en los inicios del cristianismo y ha originado tanta preocupación como controversia. Sin entrar a fondo en el tema, y menos aún en las discrepancias que han enfrentado a diferentes escuelas de interpretación, nos parece justo reconocer que, en términos generales, cuando el Nuevo Testamento se refiere de algún modo al pueblo de Dios, la referencia debe aplicarse a la Iglesia, única y universal. Es difícil encontrar base sólida para colocar paralelamente en el curso de la historia a partir de Cristo dos pueblos de Dios: la Iglesia e Israel.
En la era o dispensación actual, un judío sólo puede ser considerado como perteneciente aliaos theou si se ha convertido a Cristo.
Dicho esto, no debemos soslayar los datos que el Nuevo Testamento nos da sobre el futuro del Israel histórico, como si su identidad y su especial lugar en los propósitos de Dios se hubiesen desvanecido para siempre, lo que sería falso. Sin duda, los capítulos 9-11 de la carta a los Romanos aportan el más acertado de los enfoques del problema de Israel en la perspectiva histórica.
Pero en todo caso conviene destacar la unicidad del pueblo de Dios en Cristo. Siguiendo la ilustración paulina, en el plan divino no hay dos olivos, sino uno solo, de cuya savia se nutren tanto las ramas de los judíos como las de los gentiles (Ro. 11: 11-24).
Sin pretender que los puntos expuestos sean los únicos importantes, sí hemos de considerarlos esenciales para obtener una adecuada percepción global del Evangelio, factor indispensable para la exégesis de textos del Nuevo Testamento.

EVANGELIO E HISTORIA

Si al ocupamos de los textos narrativos del Antiguo Testamento hicimos hincapié en la historicidad de los mismos, con no menos énfasis debemos subrayar el carácter histórico de los relatos del Nuevo. Cualquier debilitamiento de este punto repercute inevitablemente en la interpretación, como vimos al estudiar los métodos histórico-crítico y existencial.
Desde Reimarus, la cuestión del «Jesús histórico» ha sido objeto de apasionados estudios que han dado lugar a las más contradictorias opiniones, la mayoría de ellas como sugiere K. Frormezcla confusa de fuerte psicologización, de positivismo ingenuo, de fantasía romántica y de concepciones idealistas del mundo.'
Los condicionamientos filosóficos de los dos últimos siglos han influido en no pocas escuelas teológicas en sentido negativo, agrandando la distancia entre el Jesús cognoscible por la vía de la crítica histórica y el Cristo proclamado por las comunidades cristianas del primer siglo. Pero tampoco han faltado eruditos que han sostenido la necesidad de liberación del escepticismo histórico en tomo a la figura de Jesús.
Últimamente, pese al empeño de Bultmann en prescindir del valor que pudiera tener la figura objetiva de Jesús -dadas las enormes dificultades críticas que, según él, se interponen en el camino a su conocimiento histórico- y el superior valor del Cristo del kerygma apostólico; el interés por el tema no ha disminuido. Por el contrario, en el periodo posbultmanniano, una de las preguntas capitales sigue siendo: ¿Qué relación existe entre el Jesús histórico y el Cristo predicado por la Iglesia Primitiva? Así E. Kasemann, G. Bomkamm y E. Fuchs, entre otros, han llamado la atención sobre la conexión que debe haber entre los hechos y el mensaje apostólico.
Aunque el movimiento por ellos representado esté aún lejos de proveer una base histórica plausible, hay en su línea de pensamiento puntos de indudable interés. Es significativa, por ejemplo, la afirmación de Kasemann: «La historia de Jesús es constitutiva para la fe»,' y lo es por cuanto el hecho de la revelación tiene lugar una vez por todas en la historia terrena, en una persona concreta en el tiempo y en el espacio.
La acción de Dios en esa historia precede a la fe. El kerygma pascual incluye el testimonio de que Dios, en el Jesús de la historia, ya ha actuado antes de que la fe existiera. El Señor glorificado no es otro que el Jesús encarnado, crucificado y resucitado. Fuchs no es menos concluyente cuando sostiene que «el llamado Cristo de la fe no es, en realidad, otro que el Jesús histórico».'
Es verdad que los narradores del Nuevo Testamento no son personas neutras frente al hecho de Jesucristo. Son testigos creyentes, discípulos henchidos de reverencia y amor hacia el Maestro.
Su testimonio se entrelaza con la adoración. Su lenguaje es el de la fe, individual y comunitaria. No debe sorprender, pues, que en sus escritos los hechos aparezcan revestidos de sentimientos de devoción a su Señor. Pero de esto a asegurar que la esencia misma de las narraciones es producto de la fe de la primitiva Iglesia medio un abismo.
Aun concediendo que los narradores del Nuevo Testamento, al igual que los del Antiguo, no eran historiadores en el sentido moderno, es del todo arbitrario negar fiabilidad histórica a su testimonio escrito. Sería incompatible con los principios más elementales de la honestidad presentar como hechos reales lo que sólo hubiera sido fruto de una imaginación exaltada. El lenguaje de los hagiógrafos novotestamentarios es decisivo al respecto.
Lucas, en el prólogo de su Evangelio, atestigua su esmerada labor de investigación histórica (Lc. 1:1-3) y en las epístolas universales encontramos repetidas afirmaciones relativas a la objetividad de las narraciones evangélicas (l P. 1:16-18; 1 Jn. 1:1-3). Como en el caso de cualquier historiador, la labor de los evangelistas es la exposición de unos hechos, no la creación de los mismos.
Aun admitiendo que la finalidad de los evangelios y del libro de los Hechos no es fundamentalmente histórica, sino didáctica y apologética o evangelística, ello no significa en modo alguno que sus relatos carezcan de fidedignidad. La mayor parte del material narrativo del Nuevo Testamento fue redactado por testigos oculares de los hechos que se refieren; y el resto se basó en testimonios perfectamente verificables en su día (Comp. 1 Co. 15:6).
La objeción hecha a la fiabilidad de las narraciones del Nuevo Testamento sobre la base de las «discrepancias» que se observan en pasajes paralelos no tiene el peso que a primera vista podría parecer. Los evangelios muestran las características propias de todo testimonio humano. Cuando son varios los testigos, es normal que cada uno sea afectado de modo diferente por el mismo hecho y que varíen los detalles que más le llamaron la atención.

UNA AUSENCIA TOTAL DE DIFERENCIAS SERÍA SOSPECHOSA.

Por otro lado, los escritores, en especial los evangelistas, tenían un propósito concreto que guiaba la selección y ordenación de su material, por lo que cada uno destacó los hechos o los detalles que mejor servían a su finalidad, sin dar demasiada importancia al orden cronológico o a los pormenores de lo acaecido.
Si se tiene esto en cuenta, no surgirá ningún problema de consideración al observar, por ejemplo, que el orden de los acontecimientos en Mt. 8 no es el mismo que en Mr. 1 y 4. Ni constituirá una dificultad el modo como Mateo, en su narración abreviada relativa a la hija de Jairo, alude a ésta como muerta (Mt. 9: 18); en realidad aún no había fallecido, como se indica en Mr. 5:23-35 y Lc, 8:42,49, pero se hallaba a las puertas del fatal desenlace.
Para Mateo lo esencial no era la meticulosidad en los elementos secundarios de lo acontecido, sino la exaltación del poder maravilloso de Jesús. Tampoco será inexplicable la aparente contradicción entre los relatos de Mateo y Marcos y el de Lucas sobre los dos ladrones crucificados al lado de Jesús. Mientras que los dos primeros afirman que ambos malhechores le injuriaban, Lucas declara que sólo uno le vilipendiaba, lo que dio lugar a una atinada reprensión por parte de otro. No hay por qué dudar que ambos relatos son ciertos.
Lo más probable es que Mateo y Marcos nos refieren la actitud de los dos ladrones en los primeros momentos que siguieron a la crucifixión, mientras que Lucas nos narra lo ocurrido algunas horas después, cuando uno de los delincuentes, ante lo portentoso del impresionante drama que con Jesús como centro estaba teniendo lugar, reconoció tanto su propia indignidad como la grandeza de Aquel que no había hecho ningún mal.
Podríamos añadir otros ejemplos y veríamos que prácticamente en todos los casos las discrepancias no son contradicciones reales, sino resultado de testimonios diversos con fines distintos, pero todos ajustados a la verdad esencial de los hechos.
Es evidente que en la raíz de todo antagonismo respecto a la historicidad del Nuevo Testamento se encuentra un presupuesto filosófico: la negación de lo sobrenatural y de todo cuanto choca con la concepción moderna del universo y sus leyes, del hombre y su existencia. Recordemos la gran preocupación de Bultmann por eliminar del kerygma evangélico cuantos elementos pudieran ser piedra de tropiezo intelectual al hombre de hoy. Y recordemos asimismo que de esa preocupación nació su sistema hermenéutico de la «desmitologización».
No fue, sin embargo, Bultmann, el único en subrayar la presencia de mitos en el Nuevo Testamento. Martin Dibelius, en su análisis de las «formas» de los evangelios, incluyó en los «mitos» los relatos del bautismo de Jesús así como los de su transfiguración y su resurrección. Otros autores han sostenido que algunos de los elementos más destacados del Nuevo Testamento no son sino una adopción de patrones míticos conocidos en el próximo oriente.
Se hace alusión, por ejemplo, al mito gnóstico de la encarnación, que F. F. Bruce resume en los siguientes términos: «Una esencia celeste baja del alto mundo de las luces al mundo interior de oscuridad física y es apresada en una multitud de cuerpos terrenales. Con objeto de liberar esta pura esencia de su encarcelamiento, desciende un salvador del mundo de la luz para impartir el conocimiento verdadero: es revelador y redentor a un tiempo.»
Un mito análogo se encuentra en la literatura mandea, según el cual el redentor, después de haber vencido a fuerzas demoníacas, conduce las almas liberadas al mundo superior. Esta victoria se reproduce simbólicamente en el bautismo mandeo, que algunos han relacionado con el bautismo de Juan.
Pero la aparición de estos mitos es posterior a los tiempos apostólicos, como asegura Bruce y como demuestra Stephen Neill en un documentado estudio sobre esta cuestión.' Era, pues, imposible que los escritores del Nuevo Testamento se valieran de ellos.
Más bien de los datos cronológicos debe deducirse que la literatura mítica de la encarnación redentora se inspiró en el material, anterior, del Nuevo Testamento. y si se observa que el lenguaje novotestamentario presenta a veces rasgos que pueden sugerir afinidad con textos gnósticos, no debe perderse de vista que hay otro tipo de textos con los que, de modo más natural, pueden guardar cierta relación: los de la literatura judía relativos a la sabiduría divina personificada, correspondientes al periodo inmediatamente anterior a Cristo.
La historicidad esencial del Nuevo Testamento es de vital importancia en la interpretación de cualquiera de sus textos. Si, cediendo al escepticismo de ciertos eruditos, dudamos de la veracidad histórica de los evangelios, ¿qué puede librarnos de la duda respecto a la autoridad, el valor y el significado de pasajes no narrativos?
Si el intérprete puede sentirse con libertad para juzgar la objetividad histórica de unos relatos, ¿por qué no obrar con la misma libertad para decidir el modo de interpretar las doctrinas del pecado o de la justificación por la fe expuestas por Pablo? ¿Por qué no discutir e interpretar los principios éticos del Nuevo Testamento partiendo de la idea de que los escritores quisieron decir algo diferente de lo que dijeron?
Las palabras de Pablo en 1.Co. 15:14 no podían ser más contundentes: «SI Cristo no resucitó el hecho histórico más trascendental, vana es entonces nuestra predicación' vana es también vuestra fe.» Contrariamente a lo que algunos' aseveran hoy, para el apóstol no es la fe lo que origina la resurrección de Jesús sino que es ésta la que da origen a la fe. Y todo lo que no sea reconocer como sustancialmente válido el testimonio histórico del Nuevo Testamento es someter su interpretación a las arbitrariedades más contradictorias. Es, en una palabra, un atentado contra la seriedad hermenéutica.

PECULIARIDADES LITERARIAS DEL NUEVO TESTAMENTO

Con excepción de. los pasajes de tipo apocalíptico, el Nuevo Testamento esta escrito en lenguaje .qu~ debe ser interpretado en su sentido natural, siguiendo los principios y normas estudiados en la hermenéutica general. Las metáforas, símiles y parábolas han de interpretarse de acuerdo con las indicaciones relativas al lenguaje figurado. No parece, pues, necesario extenderse en más consideraciones.
Sin embargo, hay hechos, circunstancias factores de oposición y reacción, elementos lingüísticos peculiares que el interprete ha de incorporar a su bagaje de conocimientos con objeto de perfeccionar su labor. Su conjunto constituye un amplio campo. Por nuestra parte, nos referiremos sólo a algunas de las cuestiones más fundamentales.

TRADICIÓN ORAL Y TEXTOS ESCRITOS

Si una cosa parece, clara en el Nuevo Testamento es que su contenido esencial esta formado por el mensaje evangélico, recibido y transmitido por los apóstoles y sus colaboradores (He. 2:3).
Su origen no esta en la comunidad cristiana, sino en Jesús, quien Instruyo a sus. discípulos a lo largo de su ministerio público en todo lo concerniente al reino de Dios. Desde el primer momento la Iglesia tiene un mensaje básico completo, tanto para la proclamación evangelística como para la enseñanza de los conversos. El discurso de Pedro el día de Pentecostés es una síntesis admirable de ese mensaje. Y los que en aquella ocasión creyeron, añadidos a la Iglesia, perseveraban «en la doctrina de los apóstoles» (Hch. 2:42).
Es importante observar el doble aspecto de «recepción» y «transmisión» en lo que respecta al Evangelio. Los apóstoles transmiten lo que antes han recibido del Señor. Pablo es enfático al escribir: «Cuando recibisteis (verbo paralambaruñ la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino, según es en verdad, la palabra de Dios que actúa en vosotros» (l Ts. 2: 13).
La predicación es tradición en su sentido literal, paradosis, es decir, comunicación de algo que previamente ha sido comunicado al predicador apostólico. Así lo declara Pablo sucintamente: «Os transmití (verbo paradidómi) lo que asimismo recibí (paralambano), que Cristo fue muerto por nuestros pecados conforme a las Escrituras, y que fue sepultado y resucitó al tercer día conforme a las Escrituras» (l Co. 15:3, 4).
Esa tradición, que contenía los hechos más prominentes relativos a la vida, muerte y resurrección de Jesús, así como sus principales enseñanzas, se difundió oralmente por espacio de una generación.
Este era el medio más adecuado, el más impresionante, en tanto vivieran los apóstoles, testigos de Jesús. Tanto en la predicación de éstos como en sus contactos personales, podían hablar con autoridad de cuanto habían visto, oído y palpado acerca del Verbo de vida (l Jn. 1:1).
Al parecer, el material de la tradición apostólica fue estructurándose según las diversas necesidades de la Iglesia: proclamación, apologética, enseñanza, culto; y posiblemente desde muy temprano empezaron a circular unidades de tradición, más o menos formalmente agrupadas, con miras a suplir las mencionadas necesidades. El modo como tal estructuración tuvo lugar no puede aún precisarse.
En algunos casos es probable que a la tradición origina se añadieran glosas, interpretaciones o fórmulas culticas, pero siempre conservando la sustancia de la tradición original. Tal parece ser el caso, por ejemplo, de la versión de Pablo sobre la cena del Señor. Por un lado, se expone inequívocamente el origen de la celebración eucarística: «Yo recibí (parélabon) del Señor lo que también os he transmitido (parédáka)» (l Co. 11:23).
Por otro lado, al comparar 1 Co. 11:23-26 con los pasajes paralelos de los evangelios sinópticos, se observa mayor similitud con el de Lucas, el mas elaborado de los tres, e incluso alguna ligera adición (ehaced esto todas las veces que la bebáis en memoria de mí», v. 25). Diferencias semejantes nos muestra la comparación del evangelio de Lucas con los de Marcos y Mateo.
En cualquier caso es de notar tanto la preservación del material original, núcleo esencial del texto, como la perfecta trabazón teológica entre ese material y las «adiciones». Además no debemos perder de vista que los apóstoles eran, conforme a la promesa de Jesús (Jn. 14:26), especialmente guiados por el Espíritu Santo.
Ellos, cuando fue conveniente, supieron dejar constancia de que hacían distinción entre aquello que habían recibido del Señor y lo que era fruto de su propia reflexión. Pero aun ésta gozaba de a iluminación del Espíritu (l Ca. 7:10, 12,40).
El paso de la tradición oral a los documentos escritos ha Sido y sigue siendo objeto de apasionados estudios. Los textos más antiguos del Nuevo Testamento son probablemente algunas de las cartas de Pablo (Gálatas y 1 y 2 Tesalonicenses). Los evangelios fueron posteriores. Pero es posible que antes de estos escritos ya hubiesen aparecido otros. De momento, la cuestión se mantiene en el terreno de las conjeturas.
Que el posible material escrito anterior a los evangelios sinópticos fuese usado como fuente -al menos parcial- de éstos es una opinión generalizada. Aunque es evidente la estrecha relación y los múltiples puntos de coincidencia entre Mateo y Marcos, no hay razones suficientemente sólidas para asegurar que el uno tomó al otro como base única para la composición de su obra. Se admite la prioridad de Marcos, cuyo contenido habría servido de fuente para Mateo y Lucas.
No obstante, el minucioso estudio comparativo de los tres evangelios ha llevado a la conclusión de que fuente importante fue un supuesto documento conocido como «Q» (del alemán Quelle, fuente), usado especialmente por Mateo y Lucas en los pasajes sin paralelos en Marcos. Algunos especialistas han mencionado asimismo la posibilidad de que Mateo usara material de una colección de dichos de Jesús que se ha designado con la inicial «M», y que Lucas incorporara a su evangelio (especialmente a los caps. 9-18) material obtenido en Cesarea (documento «L»).

Por supuesto, el denominado «problema de los sinópticos» es de mayor envergadura; pero su estudio se sale del propósito de esta obra. Para ahondar en él, remitimos al lector a cualquier obra acreditada sobre los evangelios o a los artículos correspondientes en comentarios y diccionarios bíblicos. En cambio, también en relación con la génesis literaria del Nuevo Testamento, dedicaremos algo más de atención y espacio a un tema que a lo largo de este siglo ha adquirido importancia creciente: