2. LA MUJER SORPRENDIDA EN ADULTERIO

INTRODUCCIÓN

En el curso de nuestro análisis de la ley se hicieron repetidas referencias a la confirmación de la misma en los Evangelios. No es nuestro propósito repetir esas confirmaciones ni intentar producir un catálogo exhaustivo de toda referencia a la ley en los Evangelios. Un acontecimiento, sin embargo, aunque citado con algún detalle anteriormente, merece más atención: el relato de la mujer sorprendida en adulterio, según Juan 8: 1-11.
Debido a que se ha citado este incidente en particular como ejemplo de la revocación de la ley, como ejemplo por excelencia necesita más atención porque es más bien una confirmación de la ley.
Si el incidente hubiera sido antinomiano en algún sentido, les hubiera dado a los escribas y fariseos exactamente la acusación que querían para condenar a Jesús.
La acusación de Jesús contra los escribas y fariseos era precisamente su antinomianismo; él los había denunciado fuerte y públicamente por su descuido de la ley al seguir la tradición (Mt 15: 1-10). No había respuesta posible contra esta acusación; claramente los dirigentes del pueblo habían marginado la ley mediante su tradición legal humanista.
Todo el punto de ataque de estos dirigentes era tratar de mostrar que Jesús, al verse confrontado con los hechos duros de un caso concreto, no sería un defensor más estricto de la ley que ellos. El ejemplo culminante de este esfuerzo por abochornar a Jesús fue este incidente de la mujer sorprendida en adulterio.
Pedir la plena imposición de la ley, la pena de muerte, hubiera sido invitar hostilidad, porque la actitud prevalente era de lenidad moral. Negar la pena de muerte hubiera permitido a los fariseos acusar a Jesús de hipocresía; él habría estado entonces en la misma escuela de pensamiento de los fariseos que condenaba. Por supuesto, Jesús no tomó una posición antinomiana, porque los fariseos se fueron confundidos, y el incidente obviamente confirmó a Jesús como defensor de la ley.
Una mujer había «sido sorprendida en el acto mismo de adulterio» (Jn 8: 4). A la mujer se la «trajeron». No podemos asumir que ella llegó voluntariamente. Tal vez la llevaron a rastras, pero el pasaje no indica eso. Evidentemente «los escribas y fariseos» que intervinieron tenían poderes policíacos o habían usado tales poderes legales con la ayuda de las autoridades para obligarla a que obedeciera. Teniendo tal autoridad legal, requirieron que Jesús presidiera la audiencia.
Al hombre involucrado en el acto no lo presentaron; no sabemos por qué, aunque parece que eso habría agravado la «contravención» de Jesús si este hubiera exigido la pena de muerte de la mujer, o si hubiera permitido que una adúltera quedara absuelta.
Una mayor reacción emocional se podía lograr presentando a una adúltera que presentando a un adúltero. «Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres.
Tú, pues, ¿qué dices? Mas esto decían tentándole, para poder acusarle» (Jun. 8: 5-6). La intención del incidente era obvia: se buscaba una base para acusar a Jesús. ¿Persistiría este como campeón de la ley, o retrocedería a usar algún aspecto de la tradición farisaica?
«Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo» (Jn 8: 6).
En este punto, el comentario de Burgon es de lo más aleccionador y merece que lo cite completo:
Los escribas y fariseos llevan ante nuestro Salvador a una mujer que acusaban de adulterio. El pecado prevalecía tan extensamente entre los judíos, que las imposiciones divinas respecto al así acusado casi habían caído en el olvido ya desde mucho antes. En la ocasión presente, a nuestro Señor se le observa para que reviviera su antigua ordenanza según un modo no oído hasta entonces. La prueba de las aguas amargas, o agua de la convicción (Vea Nm 5: 11-31), era una especie de ordalía con el propósito de la vindicación del inocente o la convicción de culpable.
Pero según la creencia tradicional, la prueba resultaba ineficaz, a menos que el esposo mismo fuera inocente del crimen del que acusaba a su esposa.
Consideremos ahora las provisiones de la ley, contenidas en Nm 5: 16 a 24. Se presentaba a la mujer delante del Señor; el sacerdote tomaba «agua santa en un vaso de barro», y ponía «polvo del suelo del tabernáculo en el agua». Entonces, con el agua amarga que causaba la maldición en su mano, juramentaba a la mujer.
Luego, escribía las maldiciones en un libro y las borraba con el agua amarga; hacía que la mujer bebiera el agua amarga que causaba la maldición. Si era culpable, caería bajo un castigo terrible; su cuerpo testificaría visiblemente su pecado. Si era inocente, nada sucedía.
Y ahora, ¿quién no ve que el Santo estaba tratando con atacantes hipócritas que se presentaban como acusadores? A la presencia de Jehová encarnado muy ciertamente ellos habían sido traídos; y tal vez cuando él se agachó y escribió sobre el suelo, fue una frase amarga contra el adúltero y la adúltera lo que escribió.
Todo lo que tenemos que hacer es dar por sentado alguna relación entre la maldición que él trazó «en tierra en el suelo del tabernáculo» y las palabras que pronunció con sus labios, y tal vez se puede declarar con verdad que él «había tomado del polvo y lo había puesto en el agua», y «les hizo a ellos beber las aguas amargas que traen maldición».
Porque cuando, por su Espíritu Santo, nuestro Sumo Sacerdote en carne humana se dirigió a aquellos adúlteros, ¿no hizo sino presentarles el agua viva (v. 17. Igual en la LXX) «en un vaso de barro» (2ª Co 4: 7; v. 1)? ¿No los acusaría con juramento de maldición diciendo: «Si no se han apartado a inmundicia, sean libres de las aguas amargas; pero si se han contaminado».
Al verse confrontados con esa alternativa, acaso no fueron saliendo uno por uno acusados por su propia conciencia? Y, ¿qué otra cosa fue esto si no la propia absolución de parte de ellos de la pecadora, por cuya condenación se había mostrado tan impacientes?
Seguro que fue «el agua de la convicción» como se le llama seis veces, que ellos habían sido obligados a beber; después de eso, «acusados por su propia conciencia», como San Juan relata, habían pronunciado la absolución del otro. Por último, nótese que Él mismo declinó «condenar» a la acusada.
Nuestro Señor borró las maldiciones que ya había escrito contra ella en el polvo; cuando hizo del suelo del santuario su «libro».
Como este incidente tuvo lugar en el templo (Jn 8: 2), el comentario de Burgon es mucho más pertinente. El polvo del templo en que escribió reunía los requisitos de la ley. Su acción de inmediato sometió a juicio a todo acusador; el que ellos se dieron cuenta de eso lo dice el texto con claridad, porque se nos dice que se sintieron «acusados por su conciencia» (Jn 8: 9).
Las acusaciones contra la mujer las habían presentado «los escribas y fariseos».
Sus acusaciones representaban un caso bien claro contra una mujer sorprendida «en el acto mismo de adulterio». La contraacusación de parte de Jesús, según lo que hizo y declaró, «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (Jn 8: 7), los desarmó.
Como ellos mismos eran hombres culpables, sospechaban que Jesús tenía evidencia secreta contra ellos. Ellos estaban atareados tratando de recoger evidencia contra Jesús; esto hizo más fácil que pensaran que Jesús había hecho lo mismo con ellos.
Aquellos escribas y fariseos habían preferido acusar a la mujer asumiendo el lugar del marido; Jesús los puso en la categoría del marido invocando Números 5 por lo que escribió en el polvo. Si eran culpables, y Jesús sabía que lo eran, si invocaban la pena de muerte, ¿no podía él acusarlos a ellos también? Al invocar Números 5, Jesús en efecto los puso en el banquillo de los acusados: ¿habían ido al juicio con manos limpias?
De nada servirá argumentar los «estándares morales altos» de los fariseos. Estaban planeando la muerte de Jesús. Frente a sus planes deliberados y calculadores contra el Mesías de Dios, el pecado de adulterio era un asunto trivial. No se atrevían a que levantara una acusación contra ellos que pudiera activar la exigencia divina de la pena de muerte.
Cuando Jesús dijo «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (Jn 8: 7), no estaba refiriéndose a pecados en general, sino al pecado del adulterio. Una declaración general hubiera querido decir que no era posible un tribunal; la referencia específica quería decir que unos hombres culpables de un delito no eran moralmente libres para condenar ese delito en otro a menos que lo condenaran en ellos mismos. Se nos dice que todos aquellos escribas y fariseos se sintieron «acusados por su conciencia» (v. 9).
Todavía más, Jesús había confirmado la pena de muerte; solo exigió que los testigos honestos salieran al frente para ejecutarla, para ser los primeros en arrojar la piedra contra ella (v. 7). Seguir como testigo contra ella era buscarse testigos contra ellos mismos; testificar de un hecho presenciado y confirmar una pena de muerte para la mujer era pedir que un testigo pidiera la pena de muerte para ellos mismos. Se fueron.
Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más (Jn 8: 10-11).

EN ESTE PUNTO ES NECESARIO DISTINGUIR ENTRE EL PERDÓN CIVIL Y EL JURÍDICO.

El perdón civil tiene lugar cuando el condenado paga por su delito, cuando hace restitución y satisface las exigencias morales de la ley. Un ladrón que le ha robado a un hombre un buey y lo ha restaurado quintuplicado es por ello perdonado.
El perdón religioso requiere como condición previa la restitución, o el perdón civil. El ladrón no puede ser perdonado religiosamente si no ha hecho restitución.
Hay una distinción similar entre la condenación civil y la condenación religiosa.
La condenación civil es por ofensas contra la ley civil; la condenación religiosa es por ofensas contra la ley civil y por no creer a Dios y su Palabra y Ley. Las dos clases de perdón y condenación son distintas, pero están relacionadas.
A Jesús se le había pedido que se pronunciara en cuanto a la ley civil sobre adulterio, y ratificó la pena de muerte. Los testigos, sin embargo, habían retirado la acusación y habían desaparecido. Así, no había caso legal contra la mujer. Por tanto, Jesús no podía mantener la acusación: «Ni yo te condeno».
Pero existía un caso moral. La humildad de la mujer, que le reconoció como «Señor», indica algo de evidencia de cambio y tal vez regeneración en ella. Pero Jesús solo le dijo: «Vete, y no peques más», eco de sus palabras en Juan 5: 14: «No peques más, para que no te venga alguna cosa peor».
Es más que probable que ya fuera una persona cambiada religiosamente, y perdonada por la gracia de Dios. Solo se nos dice que no existía base al momento para una condenación legal. Esto no descarta la condenación legal subsiguiente; su esposo, si lo tenía, no es evidente en este episodio, pero él hubiera tenido base para emprender algún tipo de acción bajo la ley existente, si así lo escogía. Esto no es el objetivo del texto.
A ella se le concedió absolución por las evidencias de la «audiencia» inmediata. Jesús reconoció la realidad de su transgresión por su advertencia: «Vete, y no peques más». El hecho de esta advertencia indica alguna evidencia de cambio en ella, puesto que era contrario a la práctica de nuestro Señor advertir a los que no querían recibir advertencia (Mt 7: 6).
El que Cristo le diga a una persona no regenerada que «no peque más» es irrazonable. El pecado en particular al que se refiere era el adulterio. A ella se le asigna la obligación de ser casta como un aspecto de su nueva vida en Cristo.
La mujer se dirigió a Jesús como «Señor» (Jn 8: 11); los escribas y fariseos solo le llamaron «Maestro» (v. 4), y los discípulos mismos a menudo se dirigían a él como «Rabí» (Jn 1:43). La conducta de ella denotaba a una persona cambiada.
En pocas palabras: en lugar de ser una evidencia de antinomianismo, este episodio confirmó enfáticamente la posición de Jesús como campeón de la ley, y Él confundió los esfuerzos de aquellos escribas y fariseos por demostrar lo contrario.
Así quedó expuesto el pecado del fariseísmo. El fariseísmo, en:
Primer lugar, negaba la necesidad de la conversión. El hombre, con su libre albedrío y sin ayuda, podía salvarse a sí mismo, escoger entre el bien del mal y hacerse bueno. El libre albedrío y la salvación propia se ratificaban de esta manera, y la predestinación y la conversión o regeneración se negaban.
Segundo, los fariseos, aunque profesaban apegarse a la ley de Dios, la habían convertido en tradiciones de hombres.

Habían negado, pues, las doctrinas bíblicas de la justificación y la santificación y por eso fueron el blanco particular de la denuncia de Jesús. Los fariseos, aunque profesaban ser defensores de la palabra de Dios, eran en verdad sus enemigos y pervertidores.