INTRODUCCIÓN
Uno de los relatos más conocidos
del Nuevo Testamento es el que tiene que ver con la pregunta respecto al dinero
del tributo: «¿Es lícito dar tributo a César, o no?». La respuesta de Cristo:
«Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22: 15-22;
Mr 12: 13-17; Lc 20: 20-26), es una de las frases más conocidas de las
Escrituras. Las implicaciones generales se han reconocido por mucho tiempo; en
la aplicación específica ha habido mucha variación.
El propósito de los fariseos es
de nuevo «cómo sorprenderle en alguna palabra» (Mt 22: 15); Lucas es más
específico: «Y acechándole enviaron espías que se simulasen justos, a fin de
sorprenderle en alguna palabra, para entregarle al poder y autoridad del
gobernador» (Lc 20:20). Aquí se quiere decir al gobernador romano.
Evidentemente esperaban que
Jesús, en fidelidad a la ley, declarara que en Israel solo una teocracia era
válida, y no el gobierno y la ley romanos. Detrás de esta estrategia estaban
los fariseos y los herodianos, pequeño partido político no religioso (Mt 22: 16;
Mr 12: 13). Los herodianos favorecían el impuesto y a la dinastía herodiana,
que consideraban como preferible al gobierno romano directo.
Los fariseos por lo general eran
hostiles a los herodianos, pero unieron sus fuerzas en hostilidad contra Jesús.
Si Jesús se oponía al impuesto, se le podría denunciar y entregar a las
autoridades romanas para que lo arrestaran y lo enjuiciaran.
A la pregunta le dan el prefacio
de lisonja completa; los interrogadores preguntaron como si los motivara una
conciencia dócil antes que un deseo de tenderle una trampa. Para acorralar a
Jesús de manera que ofreciera una respuesta sin considerar las consecuencias le
dijeron: «Sabemos que eres hombre veraz, y que no te cuidas de nadie; porque no
miras la apariencia de los hombres, sino que con verdad enseñas el camino de
Dios» (Mr 12: 14). Tal integridad, esperaban, lo obligaría a negar la
legitimidad del impuesto. «¿Nos es lícito dar tributo a César, o no?» (Lc 20: 22).
El texto griego deja en claro que el impuesto era «per cápita», y no un
impuesto indirecto.
Impuesto comunitario que se le
imponía a todo individuo por su propia persona y es de este modo especialmente
enervante como señal de servidumbre al poder romano». Israel ya tenía un
impuesto comunitario, el requerido en la ley de Dios en Éxodo 30: 11-16. Su
propósito era proveer para la expiación civil, el amparo o protección del
gobierno civil. A todo varón de veinte años para arriba se le exigía ese
tributo para ser protegido por Dios el Rey en su gobierno teocrático de Israel.
ESTE IMPUESTO ERA ASÍ UNA OBLIGACIÓN
CIVIL Y RELIGIOSA (PERO NO ECLESIÁSTICA).
Por todo esto había molestia, en
particular porque Roma también requería un impuesto comunitario o per cápita.
El imperio romano y el emperador progresivamente estaban asumiendo papeles
divinos, requiriendo asentimiento religioso, y tomando prioridad sobre la
religión. El impuesto comunitario era un impuesto particularmente ofensivo,
porque al parecer requería una fe politeísta, la adoración de un dios antes que
al verdadero Dios.
Todavía más, el impuesto
herodiano era tan pesado que dos veces el gobierno imperial obligó a Herodes a
reducir sus exigencias de impuestos a fin de evitar problemas serios. Judas
Galileo ya se había presentado antes como el Mesías y había llamado a Israel,
en el nombre de Dios y las Escrituras, a negarse a pagar el impuesto. Los
romanos fueron implacables para aplastar la rebelión (Hch 5: 37).
El asunto lo había agravado ya en
el año 29 d.C. Pilato, que por un tiempo acuñó monedas «que llevaban el lituus, la vara del sacerdote, o la patera, el tazón sacrificial, dos
símbolos de la filosofía imperial que estaban destinados a ser molestos para el
pueblo». Más adelante se retiraron estas monedas, pero sirvieron para subrayar
el hecho de que su esclavitud a Roma tenía tintes religiosos.
El derecho de acuñar monedas
tenía tintes religiosos para Israel como 1 Macabeos 15:6 implica, y era
importante para ellos. «“Moneda” y “poder” se consideraban sinónimos, por lo
que la moneda era el símbolo de dominio del gobernante».
En el siglo II dC, Bar Kochba, el
falso mesías, reemplazó las monedas romanas con sus propias monedas como medio
de afirmar su poder. Darle tributo al césar, pues, significaba reconocer el
poder del césar; aprobar que se pagara tributo al césar era reconocer la
legitimidad del poder del césar.
La pregunta implícita en la declaración
herodiana era si algún gobierno aparte del de Dios tenía algo de legitimidad.
La afirmación de Cristo de ser el
Mesías la veían sus acusadores como una negación del derecho del césar a cobrar
impuestos (Lc 23: 2), puesto que el Mesías como Rey tenía que tener soberanía
exclusiva en su perspectiva. El que Jesús negara el derecho del césar a cobrar
impuestos a Israel sería una marca de insurrección y le hubiera dejado expuesto
a arresto. El que Jesús afirmara el derecho del césar a cobrar impuestos habría
sido, a ojos del pueblo, una negación de su mesiazgo.
LA RESPUESTA DE JESÚS FUE PEDIR UN
DENARIO; SE LO PIDIÓ A SUS INTERROGADORES.
Como escribió Stauffer, cuyo
capítulo en «The Story of the Tribute Money» [«La historia del dinero del
tributo»] es muy importante: Jesús pidió una moneda, un denario. ¿Por qué? Había muchas grandes monedas en el amplio
imperio romano que servían como dinero legal, a viejas y nuevas, grandes y
pequeñas, imperiales y locales, plata, oro, bronce, cobre y latón.
En ningún país circulaban tantas
clases diferentes de moneda como en Palestina. Pero la moneda prescrita para
los propósitos de impuestos en todo el imperio era el denario, una pequeña moneda de plata de valor como de un chelín.
(Puede ser solo el denario de
plata lo que se menciona en Mr 12:16, Lc 20: 24 y Mt 22: 19, y no una moneda de
oro como Tiziano supone, en su representación de la escena del tributo, ni una
moneda herodiana, como se afirma a menudo; porque a las monedas herodianas no
las llamaban denarios y no eran
monedas de tributo, sino que eran monedas locales de cobre).
Jesús sabía esto, así que pidió
la moneda de plata del impuesto imperial, usando la palabra latina, la
expresión técnica romana, que había llegado a ser corriente en Palestina igual
que la propia moneda. Tráigame un denario,
dijo. No sacó una de su bolsillo. ¿Por qué? Él asunto no era si Jesús
tenía una moneda en su bolsillo, sino si sus opositores la tenían. Con ironía
socrática, añadió: «Mostradme la moneda».
¿Por qué? Él tenía un propósito
mayéutico con sus interrogadores: quería entregarlos, a la manera socrática, no
a priori sino a posteriori. No su sentido lógico o moral, sino su situación
histórica y actitud sacaría la verdad a la luz. Algo se debe ver, y deducir,
del mismo denario.
Cuando le entregaron a Jesús la
moneda, este todavía no les respondió la pregunta de ellos: «¿Es lícito o no
dar tributo al César»?». Más bien, les hizo otra pregunta: «¿De quién es esta
imagen y la inscripción?» (Mt 22: 20; Mr 12: 16; Lc 20:24). La respuesta fue, por
supuesto: «del césar». Según Geldenhyus:
Después de que ellos reconocen
que es del césar, los siguientes dos hechos son sacados vívidamente a la luz
gracias a la maestría de Jesús para manejar la situación:
(1)
Las monedas con la imagen y la inscripción del césar están en uso entre los
judíos.
(2)
Las monedas son evidentemente propiedad del césar, de otra manera no habrían
tenido su imagen e inscripción.
De estos dos hechos, pues, se
sigue que los judíos habían aceptado el gobierno imperial como una realidad
práctica, porque la noción generalmente aceptada era que el poder de un
gobernante se extendía en la medida en que se usaran sus monedas.
La cruda realidad se hizo clara.
Aquellos hombres usaban las monedas de Tiberio que llevaban «un busto de Tiberio
en desnudez olímpica, adornado por una corona de laurel, signo de divinidad».
La inscripción decía: «Emperador Tiberio Augusto hijo del Augusto Dios», en un
lado, y «Pontifex maximus» o «sumo sacerdote» en el otro.
Los símbolos también incluían a
la madre del emperador, Julia Augusta (Livia) sentada en el trono de los
dioses, con el cetro olímpico en su mano derecha, y, en su izquierda, la rama
de olivo que significaba que «ella era la encarnación terrenal de la paz
celestial». Las monedas, entonces, tenía un significado religioso.
Israel estaba en cierto sentido
sirviendo a otros dioses al estar sujeta a Roma y a la moneda romana. La
implicación de las palabras de sus enemigos, de que el tributo al césar tenía
tintes religiosos, casi la
confirmó Jesús, incluso al demostrar la sumisión de ellos al césar.
Entonces vino su gran respuesta:
«Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios» (Mr 12: 17). Según
Stauffer, dar quiere decir
«devolver». «Esa es la primera gran sorpresa de este versículo, y su
significado es: el pago del tributo al césar no es solo una obligación
incuestionable; también es un deber moral».
San Pablo usó el mismo término en
Romanos 13:7: «Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que
impuesto, impuesto». Judea estaba viviendo dentro del Imperio Romano y obtenía
beneficios militares y económicos de ese imperio, lo quisieran o no. Incluso si
las responsabilidades pesaban más que los beneficios del imperio, el pueblo de
todas formas debía darle al césar lo debido.
Todavía quedaba el hecho de que
los dos impuestos per capita estaban en oposición, uno se pagaba al emperador y
el otro a Dios. El impuesto imperial proveía «para el sacrificio diario por el
bienestar del emperador romano»; mantenía el imperio como entidad religiosa9.
El otro impuesto, llamado entonces el impuesto del templo, era el impuesto de
Dios para mantener su orden santo.
¿Cómo se podían pagar ambos?
Según Stauffer, «Él ratificó el simbolismo de poder, pero rechazó el simbolismo
de adoración. Pero esta reserva no se expresó como afirmación negativa, sino
como mandamiento positivo: “Denle a Dios lo que es de Dios”»10. Stauffer tiene
razón al afirmar que, según Números 8: 13, esto significa «todo le pertenece a
Dios». En el tiempo en que Jesús habló, el impuesto bíblico comunitario
se recogía en la primavera, en el mes de Adar. Más específicamente,
Jesús pidió que el impuesto del
césar se le pagara al césar, y el impuesto de Dios se le pagara a Dios. La
iglesia primitiva evidentemente estaba consciente de este hecho. Jerónimo,
comentando sobre Mateo 22:21, declaró: «Denle al césar las cosas que son del
césar, es decir, monedas, tributo, dinero; y a Dios las cosas que son de Dios,
es decir, diezmos, primicias, votos, sacrificios».
El alejamiento de Israel del
gobierno y la ley de Dios lo había puesto bajo el gobierno y la ley romana; le
debían a Roma el tributo que cobraba Roma. Roma no servía a Dios, pero tampoco
Israel. La obediencia es debida a todas las autoridades bajo las cuales nos
hallamos (Ro 13: 1-7). Roma era su ama, y tenían que obedecer a Roma.
La obediencia a Dios requiere
obediencia a todos aquellos bajo quienes estamos en sumisión. En la tentación
en el desierto, Satanás había tentado a Jesús a seguir el camino de un imperio;
dar a la gente pan y milagros; permitirles que anduvieran según un conocimiento
superficial. Por medio de otros tentadores, la nueva tentación era la de
rechazar todos los imperios, todos los poderes terrenales.
Cristo conquistó esta tentación
de nuevo con sus palabras en cuanto a la doble obligación de obediencia a la
manera y al objetivo de la historia, al reino del mundo y al reino de Dios. En
Marcos 12: 17 Cristo habla in
conspectumortis, a la vista de su muerte mesiánica.
La Semana Santa es la exégesis
existencial de sus palabras: sumisión al dominio del césar, sumisión al dominio
de Dios, unidos en la aceptación de ese monstruoso asesinato judicial por el cual
las criaturas más miserables del césar cumplieron sub contrario la obra de Dios (Mt 26: 52; Jn 19: 11).
Volvamos a las palabras de San
Jerónimo. Dos clases de impuestos existen, y Cristo requiere nuestra obediencia
a ambas. El mundo del césar trata de producir un nuevo mundo sin Dios, y sin
regeneración; cobra un fuerte impuesto y logra poco o nada. Nosotros, como
pecadores, somos llevados por nuestra naturaleza caída a buscar la respuesta
del césar.
Pagamos tributo al césar de esa
manera: con nuestra fe y con nuestro dinero. La respuesta al mundo del césar no
es desobediencia civil, cuya implicación final es la revolución. Esta es la
manera del césar, la creencia de que el esfuerzo del hombre por las obras de la
ley puede rehacer al hombre y al mundo.
La respuesta más bien es obedecer
a todas las autoridades debidas y pagar tributo, impuesto y honor a quienes se
les deben estas cosas. Este es el aspecto menor de nuestra obligación. Más
importante: debemos rendir, devolverle a Dios lo que se le debe a él, nuestros
diezmos, primicias, votos y sacrificios.
El hombre regenerado empieza
reconociendo a Dios, autor y Redentor de su vida, como su Señor y Salvador, su
Rey. En todo momento de su vida le da a Dios el debido servicio, la acción de
gracias, la alabanza y el diezmo. Su salvación es dádiva de Dios; la abundancia
de que disfruta es don y providencia de Dios; el hombre regenerado por
consiguiente le da, le devuelve a Dios la porción de todas las cosas designada
por Dios.
El camino de resistencia a Roma
que escogió Judea llevó a la peor guerra del mundo y a la muerte de la nación.
Ni la respuesta imperial romana ni la respuesta revolucionaria judía ofrecieron
nada sino muerte y desastre. Conscientes de sí mismos, los cristianos siguen a
su Señor. Justino Mártir escribió:
Y en todas partes nosotros, más
dispuestos que todos los hombres, procuramos pagar a los designados por ustedes
los impuestos tanto ordinarios como extraordinarios, como Él nos ha enseñado;
porque en ese tiempo algunos vinieron a Él y le preguntaron si uno debía pagar
tributo al césar; y Él respondió:
«Díganme, ¿de quién es la imagen
que lleva esta moneda?», y ellos le dijeron: «del césar»; y de nuevo y le
respondió. «Denle, pues, al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de
Dios». De aquí que solo a Dios le rendimos adoración, pero en otras cosas de
buen grado les servimos a ustedes, reconociéndolos como reyes y gobernantes de
los hombres, y oramos que con sus poderes de reyes sean ustedes hallados
también que poseen sano juicio.
Pero si no prestan atención a
nuestras oraciones y francas explicaciones, no perderemos nada, puesto que creemos
(o más bien, en verdad, estamos persuadidos) de que todo hombre sufrirá castigo
en el fuego eterno según los méritos de su obra, y rendirá cuentas de acuerdo
al poder que ha recibido de Dios, como Cristo lo intimó cuando dijo: «A quien
Dios le ha dado más, de él más se requerirá».
La respuesta de Cristo no impidió
que sus enemigos lo acusaran de pervertir a la nación, y prohibir dar tributo a
César» (Lc 23:2). Su respuesta en realidad había demolido toda base para
cualquier acusación contra él.
La obligación de ellos, Jesús
había declarado, era «devolver» «pagar lo debido» al césar y a Dios. Lo
que se le debe al césar se le debe al césar solo por la providencia, propósito
y consejo de Dios. Lo que se le debe a Dios, lo que todos los hombres le
deben, es todo. Jesús estableció «el derecho absoluto y peculiar de Dios respecto
a todo hombre individualmente y a todos los hombres colectivamente; un
derecho exclusivo y global que solo Dios posee».
Los que reducen esta gran frase
de Cristo a una declaración en cuanto a la iglesia y el estado han errado el
mensaje del incidente.