INTRODUCCIÓN
El Nuevo Testamento es el testimonio del cumplimiento
de todo aquello que en el Antiguo fue promesa. El gran Profeta que había de
venir (Dt. 18:15, 18) ya ha llegado. El «Hijo de David», el Rey ideal, ya ha
hecho su aparición. Con Él se rompe el silencio de Dios que había durado desde
los últimos profetas postexílicos.
Se oye de nuevo su palabra con el contenido
maravilloso y los acentos triunfales del euangelion, la buena noticia. El
tiempo de la espera ha llegado a su fin. Ha sonado la hora del nuevo eón. Es el
tiempo por excelencia de la salvación (Hch. 4:12; 13:26; Ro. 1:16; etc.). No es
todavía la hora de la consumación perfecta del plan salvífica de Dios. Todavía
el pueblo redimido conocerá la tensión, el conflicto, el dolor. Todavía tendrá
que vivir en esperanza (Ro. 8:23-25).
Pero a partir de ahora la esperanza descansará
sobre la base de hechos gloriosos que ya han tenido lugar: la muerte y la
resurrección de Jesucristo, garantía de la victoria final de Dios, así como del
poder que sostendrá al pueblo cristiano y de las grandes bendiciones que éste
disfrutará ya aquí y ahora.
Al analizar el contenido del mensaje esencial del
Nuevo Testamento, es decir, del Evangelio, observamos algunos hechos de
especial importancia hermenéutica:
1. JESUCRISTO ES EL CENTRO DE LA
PROCLAMACIÓN EVANGÉLICA.
Un centro que es mucho más que un punto. Es un
círculo inmenso que prácticamente ocupa la totalidad de la buena nueva. Por
ello resulta tan acertado el título del evangelio de Marcos: «Principio del Evangelio
de Jesucristo.» Jesús no es sólo su anunciador. Es lo primordial de su
contenido. Todo gira en torno a Él.
Dios se revela en su unigénito Hijo, quien lo da a
conocer (Jn. 1:18). La ley, tan trascendental para los judíos, es interpretada,
enriquecida Y cumplida por Él. A través de Cristo se manifiestan las fuerzas
del Reino de Dios (Mt. 12:28). El es la nueva cabeza de la humanidad (Ro. 5:15
y ss.). Sólo por la fe en Jesucristo podemos poseer la vida eterna (Jn. 3:16;
5:24) y participa~ en la nueva creación de la que El es autor (2 Ca. 5: 17). La
autoridad de su palabra es insuperable y de la actitud de los hombres ante ella
depende su destino (Jn. 12:48).
ESTE HECHO ES FUNDAMENTAL DESDE EL PUNTO DE VISTA HERMENÉUTICO.
Ningún texto del Nuevo Testamento puede ser
interpretado adecuadamente si se pierde de vista la centralidad de Cristo en el
Evangelio y las implicaciones de la misma. Ninguna doctrina, ningún precepto
moral, ninguna experiencia religiosa –individual o colectiva se pueden
separarse de Cristo.
Las enseñanzas de las diversas religiones han sido justamente
juzgadas por su valor intrínseco, independiente de sus fundadores, quienes eran
únicamente transmisores de aquéllas. Pero en el cristianismo, Jesucristo es,
inseparablemente, el mensajero y el mensaje. Como atinadamente afirmó Griffith
Thomas al titular uno de sus libros, «el cristianismo es Cristo». Y la
autenticidad de la fe cristiana no se determina por la ortodoxia de unas
creencias, sino por la relación personal del creyente con su Salvador y Señor.
2. CRISTO ES EL GRAN ANTITIPO DE TODOS
LOS TIPOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO.
Como tuvimos ocasión de ver en el capítulo relativo
a tipología, es enorme la cantidad de material de Antiguo Testamento que
prefigura a Cristo y los diferentes aspectos de su obra.
Lo más grande de cuanto Israel había tenido por
sagrado apuntaba a Jesús (Jn. 5:39). Jesucristo es la nueva pascua de su pueblo
(l Ca. 5:7), el verdadero maná (Jn. 6:30-35), la roca de la que mana el agua de
vida (l Co. 10:4), el tabernáculo por excelencia (Jn. 1;14), el incomparable
sumo sacerdote (He. 4:14 y ss.), el cordero inmaculado que quita el pecado del
mundo (Jn. 1:29). Podríamos multiplicar los ejemplos de tipos referidos a
Cristo.
Todos ellos, al compararlos con el gran Antitipo,
son como insignificantes lucecillas que anuncian la aparición del «sol de
justicia en cuyas alas traerá salvación» (Mal. 4:2). La abundancia de tales tipos,
así como su gran variedad ilustrativa, nos ayudan a entender mejor la
grandiosidad de Cristo y las múltiples facetas de su ministerio redentor.
3. LA SALVACIÓN DEL HOMBRE, FINALIDAD
DE LA OBRA DE CRISTO.
Sobre este tema volveremos más adelante para
considerarlo bajo la perspectiva del Reino. Pero su importancia nos obliga a
darle un lugar también aquí.
El propósito del Evangelio no es enriquecer la
mente humana con nuevos conocimientos religiosos, sino ofrecer a los hombres la
salvación (Le. 19: 10). La proclamación apostólica hace resaltar constantemente
este hecho (Hch. 4:12; 13:26; Ro. 1:16; 13:11; 2 Co. 6:2; Ef. 1:13; 2 Ts. 2:13;
2 Ti. 2:10; He. 2:3; 5:9; 1 P. 1:9; etc.).
Es de destacar que el significado del nombre de
Jesús (Salvador) ya aparece con notable relieve en el relato del nacimiento que
hallamos en Mateo (l :21). Y las narraciones de los evangelistas coinciden al
destacar el ministerio de Juan el bautista, preparación del de Jesús, como una
potente llamada a disfrutar de la era de la salvación por la vía del
arrepentimiento.
Desde el primer momento se hace evidente que la
salvación cristiana es de naturaleza moral. No se trata de liberación de enemigos
humanos o de circunstancias temporales adversas, idea prevaleciente -aunque no
exclusiva- en el Antiguo Testamento.
El hombre ha de ser salvado prioritariamente de la
tiranía de su propio egocentrismo, de sus codicias, del desenfreno de sus
pasiones, de sus actos injustos, de malignas fuerzas cósmicas y -lo que es más
grave- de su rebeldía contra Dios. Sólo cuando el hombre es librado de tan
nefasta servidumbre adquiere su verdadera libertad.
Y sólo Cristo puede liberarle (Jn. 8:32, 36). Todo
esfuerzo humano por alcanzar la salvación es vano. La salvación es don de Dios
que se recibe mediante la fe (Ef. 2:8).
Esta salvación no se agota con la mera emancipación
de la esclavitud moral en que vive todo hombre por naturaleza. Se extiende a
una amplísima esfera en la que e redimido ha de hacer uso positivo de su
libertad. La salvación proclamada en el Evangelio no es únicamente salvación
de, sino salvación para. Tiene una finalidad: servir gozosamente a Dios en
conformidad con los principios morales contenidos en su Palabra. Pablo expresa
magistralmente ese fin: «Muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo
Jesús, Señor nuestro... libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la
justicia» (Ro. 6:11, 18).
La salvación, según el Nuevo Testamento, es comparable
a un éxodo glorioso. Dios «nos ha librado de la potestad de las tinieblas y nos
ha trasladado al reino de su amado Hijo» (Col. 1:13). Esto equivale a un cambio
radical en el interior de la mente (metanoia y a un cambio en la conducta. El
evangelio destruye todo fundamento falso de esperanza respecto a la salvación y
exige frutos dignos de auténtico arrepentimiento.
El concepto novotestamentario de la salvación es,
como acabamos de ver, primordialmente moral y espiritual; pero incluye el bienestar
total de la persona. El paralítico no sólo recibió el perdón de sus pecados;
también fue sanado físicamente. La obra restauradora de Dios tiene que ver no
solamente con las almas, sino también con los cuerpos; no sólo con lo
espiritual y eterno, sino además con lo temporal. Una proclamación del
Evangelio que no tenga en cuenta al hombre en la totalidad de su naturaleza y
de sus necesidades no es una exposición completa de la buena nueva.
Es cierto que no parece ser voluntad de Dios
efectuar una salvación psicofísica total -incluida la liberación de
enfermedades y otras causas de sufrimiento-de modo inmediato en la experiencia de
todos sus hijos o restaurar ya ahora nuestro mundo caótico al orden y la
armonía del principio de la creación. En el tiempo presente no puede dejar de
oírse el gemido de un universo sujeto a dolor y frustración (Ro. 8:19-22).
La consumación de la obra salvífica de Dios tendrá
lugar en el futuro; pero ya ahora el redimido es llamado a interesarse y obrar
en favor de la creación, de cuanto es obra de Dios; sobre todo, en favor de su
prójimo, viendo a éste en su particular situación existencial, como vio el buen
samaritano al judío mal herido y despojado en el camino de Jericó.
Pero si es verdad que la espiritualidad y
trascendencia del Evangelio ~o anulan los aspectos temporales de la salvación,
no es menos Cierto que éstos tampoco eclipsan la gloria escatológica de su
mensaje. La salvación cristiana presente es salvación en tránsito; no ha
alcanzado aún su término. Pero la meta está cada vez más cerca. Maranatha, el
Señor viene (l Co. 16:22). Y cuando venga nuestra salvación será perfecta (l
Jn. 3:1-3).
4. EL NUEVO PUEBLO DE DIOS.
Este es uno de los puntos que mayor atención
exigen, dado que una apreciación incompleta o defectuosa del mismo puede dar
origen a conclusiones equivocadas.
Es el Antiguo Testamento, Israel es el pueblo de
Yahvéh, su especial tesoro, su posesión (Ex. 9:5; 01. 4:20; 7:6), su siervo (Sal.
135: 14; Is. 48:20), su hijo (Ex. 4:22-23; Os. 11: 1), su grey (Sal. 95:7). Con
ese pueblo establece Dios una relación de alianza basada en amorosa elección, a
la que Israel había de corresponder con la obediencia.
A causa de la deslealtad israelita la bendición divina
es trocada en juicio. Consecuentemente, la nación como tal deja de ser pueblo
en el sentido que el término entrañaba según Dios. A Israel se le da el nombre
de lo-ammi (no pueblo mío). Dios mismo explica el porqué: «Porque vosotros no
sois mi pueblo ni yo seré vuestro Dios» (Os. 1:9). La infidelidad humana no alterará
la fidelidad divina y al final desaparecerá la partícula negativa de lo-ammi
para convertirse nuevamente en ammi, «pueblo mío» (Os. 2:23).
Pero entretanto ¿quién constituiría el verdadero
pueblo de Dios? El «resto» fiel de israelitas que perseveraba en el temor de
Yahvéh. Su cédula de pertenencia al pueblo escogido no era su partida de
nacimiento, sino su fe. Guiado por los profetas, este realmente piadoso mantuvo
viva la esperanza de la plena restauración de Israel (Ez. 11:16-20). Pero el
plan de Dios iba mucho más allá. Traspasó los límites nacionalistas para
incluir en su pueblo a hombres y mujeres de todos los países (Is. 45:20-24;
49:6; 55:4-7; Zac. 2: 10-12).
La evolución del concepto «pueblo de Dios» en el
Antiguo Testamento hace cada vez más evidente que el verdadero israelita no es
el mero descendiente de Abraham, de Isaac y de Jacob, sino el que oye la
palabra de Dios y la guarda. Esta conclusión nos deja ya en el plano conceptual
del Nuevo Testamento, y en cierto modo podría justificar la duda de si en éste
realmente hallamos o no un nuevo pueblo de Dios, pues, salvadas las diferencias
de conocimiento, las características fundamentales de los creyentes, antes y
después de Cristo, son prácticamente las mismas.
No obstante, parece claro que el Evangelio, sobre
la base de un nuevo pacto, transfiere a la Iglesia cristiana todas las
características propias del pueblo de Dios, y de modo tal que la hace aparecer como
una especial modalidad del mismo, pero con una singularidad que la distingue
del conjunto de lo santos de todos los tiempos.
Según el Evangelio, el pueblo de Dios está
compuesto por los creyentes en Jesucristo. Ningún título, mérito o
circunstancia de tipo humano nos da el derecho de pertenecer a él. Únicamente
son válidos el arrepentimiento y la fe en el Hijo de Dios, sin distinción de
raza, nación o lengua. Ellaos theou ahora estará formado tanto por judíos como
por gentiles, sin más barrera o exclusión que la causada por la incredulidad.
El Evangelio es poder de Dios para salvación para
todo aquel que cree (Rom. 1:16). De la misma manera que sin Cristo tanto los
judíos como los gentiles están perdidos (Ro. 3:9), así en Cristo Dios justifica
tanto a los unos como a los otros (Ro. 3:29-30) para hacer un solo pueblo, un
solo cuerpo en el que todos los miembros tienen idéntico derecho de acceder al
Padre por un mismo Espíritu (Ef. 2:11-18). En este nuevo pueblo, Cristo es el
todo en todos (Col. 3: 11).
Pero si el Evangelio nos presenta la Iglesia como
el verdadero pueblo de Dios, ¿qué lugar ocupa Israel en el esquema
novotestamentario?
Esta cuestión ya se planteó en los inicios del
cristianismo y ha originado tanta preocupación como controversia. Sin entrar a
fondo en el tema, y menos aún en las discrepancias que han enfrentado a diferentes
escuelas de interpretación, nos parece justo reconocer que, en términos
generales, cuando el Nuevo Testamento se refiere de algún modo al pueblo de
Dios, la referencia debe aplicarse a la Iglesia, única y universal. Es difícil
encontrar base sólida para colocar paralelamente en el curso de la historia a
partir de Cristo dos pueblos de Dios: la Iglesia e Israel.
En la era o dispensación actual, un judío sólo
puede ser considerado como perteneciente aliaos theou si se ha convertido a
Cristo.
Dicho esto, no debemos soslayar los datos que el
Nuevo Testamento nos da sobre el futuro del Israel histórico, como si su
identidad y su especial lugar en los propósitos de Dios se hubiesen desvanecido
para siempre, lo que sería falso. Sin duda, los capítulos 9-11 de la carta a
los Romanos aportan el más acertado de los enfoques del problema de Israel en
la perspectiva histórica.
Pero en todo caso conviene destacar la unicidad del
pueblo de Dios en Cristo. Siguiendo la ilustración paulina, en el plan divino
no hay dos olivos, sino uno solo, de cuya savia se nutren tanto las ramas de
los judíos como las de los gentiles (Ro. 11: 11-24).
Sin pretender que los puntos expuestos sean los
únicos importantes, sí hemos de considerarlos esenciales para obtener una
adecuada percepción global del Evangelio, factor indispensable para la exégesis
de textos del Nuevo Testamento.
EVANGELIO E HISTORIA
Si al ocupamos de los textos narrativos del Antiguo
Testamento hicimos hincapié en la historicidad de los mismos, con no menos énfasis
debemos subrayar el carácter histórico de los relatos del Nuevo. Cualquier
debilitamiento de este punto repercute inevitablemente en la interpretación,
como vimos al estudiar los métodos histórico-crítico y existencial.
Desde Reimarus, la cuestión del «Jesús histórico»
ha sido objeto de apasionados estudios que han dado lugar a las más
contradictorias opiniones, la mayoría de ellas como sugiere K. Frormezcla confusa
de fuerte psicologización, de positivismo ingenuo, de fantasía romántica y de
concepciones idealistas del mundo.'
Los condicionamientos filosóficos de los dos
últimos siglos han influido en no pocas escuelas teológicas en sentido
negativo, agrandando la distancia entre el Jesús cognoscible por la vía de la
crítica histórica y el Cristo proclamado por las comunidades cristianas del
primer siglo. Pero tampoco han faltado eruditos que han sostenido la necesidad
de liberación del escepticismo histórico en tomo a la figura de Jesús.
Últimamente, pese al empeño de Bultmann en
prescindir del valor que pudiera tener la figura objetiva de Jesús -dadas las
enormes dificultades críticas que, según él, se interponen en el camino a su
conocimiento histórico- y el superior valor del Cristo del kerygma apostólico;
el interés por el tema no ha disminuido. Por el contrario, en el periodo
posbultmanniano, una de las preguntas capitales sigue siendo: ¿Qué relación existe
entre el Jesús histórico y el Cristo predicado por la Iglesia Primitiva? Así E.
Kasemann, G. Bomkamm y E. Fuchs, entre otros, han llamado la atención sobre la
conexión que debe haber entre los hechos y el mensaje apostólico.
Aunque el movimiento por ellos representado esté
aún lejos de proveer una base histórica plausible, hay en su línea de
pensamiento puntos de indudable interés. Es significativa, por ejemplo, la
afirmación de Kasemann: «La historia de Jesús es constitutiva para la fe»,' y
lo es por cuanto el hecho de la revelación tiene lugar una vez por todas en la
historia terrena, en una persona concreta en el tiempo y en el espacio.
La acción de Dios en esa historia precede a la fe.
El kerygma pascual incluye el testimonio de que Dios, en el Jesús de la
historia, ya ha actuado antes de que la fe existiera. El Señor glorificado no
es otro que el Jesús encarnado, crucificado y resucitado. Fuchs no es menos
concluyente cuando sostiene que «el llamado Cristo de la fe no es, en realidad,
otro que el Jesús histórico».'
Es verdad que los narradores del Nuevo Testamento
no son personas neutras frente al hecho de Jesucristo. Son testigos creyentes, discípulos
henchidos de reverencia y amor hacia el Maestro.
Su testimonio se entrelaza con la adoración. Su
lenguaje es el de la fe, individual y comunitaria. No debe sorprender, pues,
que en sus escritos los hechos aparezcan revestidos de sentimientos de devoción
a su Señor. Pero de esto a asegurar que la esencia misma de las narraciones es
producto de la fe de la primitiva Iglesia medio un abismo.
Aun concediendo que los narradores del Nuevo
Testamento, al igual que los del Antiguo, no eran historiadores en el sentido
moderno, es del todo arbitrario negar fiabilidad histórica a su testimonio escrito.
Sería incompatible con los principios más elementales de la honestidad
presentar como hechos reales lo que sólo hubiera sido fruto de una imaginación
exaltada. El lenguaje de los hagiógrafos novotestamentarios es decisivo al
respecto.
Lucas, en el prólogo de su Evangelio, atestigua su
esmerada labor de investigación histórica (Lc. 1:1-3) y en las epístolas
universales encontramos repetidas afirmaciones relativas a la objetividad de
las narraciones evangélicas (l P. 1:16-18; 1 Jn. 1:1-3). Como en el caso de
cualquier historiador, la labor de los evangelistas es la exposición de unos
hechos, no la creación de los mismos.
Aun admitiendo que la finalidad de los evangelios y
del libro de los Hechos no es fundamentalmente histórica, sino didáctica y
apologética o evangelística, ello no significa en modo alguno que sus relatos
carezcan de fidedignidad. La mayor parte del material narrativo del Nuevo
Testamento fue redactado por testigos oculares de los hechos que se refieren; y
el resto se basó en testimonios perfectamente verificables en su día (Comp. 1
Co. 15:6).
La objeción hecha a la fiabilidad de las
narraciones del Nuevo Testamento sobre la base de las «discrepancias» que se
observan en pasajes paralelos no tiene el peso que a primera vista podría parecer.
Los evangelios muestran las características propias de todo testimonio humano.
Cuando son varios los testigos, es normal que cada uno sea afectado de modo diferente
por el mismo hecho y que varíen los detalles que más le llamaron la atención.
UNA AUSENCIA TOTAL DE DIFERENCIAS SERÍA SOSPECHOSA.
Por otro lado, los escritores, en especial los
evangelistas, tenían un propósito concreto que guiaba la selección y ordenación
de su material, por lo que cada uno destacó los hechos o los detalles que mejor
servían a su finalidad, sin dar demasiada importancia al orden cronológico o a
los pormenores de lo acaecido.
Si se tiene esto en cuenta, no surgirá ningún
problema de consideración al observar, por ejemplo, que el orden de los
acontecimientos en Mt. 8 no es el mismo que en Mr. 1 y 4. Ni constituirá una
dificultad el modo como Mateo, en su narración abreviada relativa a la hija de
Jairo, alude a ésta como muerta (Mt. 9: 18); en realidad aún no había
fallecido, como se indica en Mr. 5:23-35 y Lc, 8:42,49, pero se hallaba a las
puertas del fatal desenlace.
Para Mateo lo esencial no era la meticulosidad en
los elementos secundarios de lo acontecido, sino la exaltación del poder
maravilloso de Jesús. Tampoco será inexplicable la aparente contradicción entre
los relatos de Mateo y Marcos y el de Lucas sobre los dos ladrones crucificados
al lado de Jesús. Mientras que los dos primeros afirman que ambos malhechores
le injuriaban, Lucas declara que sólo uno le vilipendiaba, lo que dio lugar a
una atinada reprensión por parte de otro. No hay por qué dudar que ambos
relatos son ciertos.
Lo más probable es que Mateo y Marcos nos refieren la
actitud de los dos ladrones en los primeros momentos que siguieron a la
crucifixión, mientras que Lucas nos narra lo ocurrido algunas horas después,
cuando uno de los delincuentes, ante lo portentoso del impresionante drama que
con Jesús como centro estaba teniendo lugar, reconoció tanto su propia
indignidad como la grandeza de Aquel que no había hecho ningún mal.
Podríamos añadir otros ejemplos y veríamos que
prácticamente en todos los casos las discrepancias no son contradicciones
reales, sino resultado de testimonios diversos con fines distintos, pero todos
ajustados a la verdad esencial de los hechos.
Es evidente que en la raíz de todo antagonismo
respecto a la historicidad del Nuevo Testamento se encuentra un presupuesto filosófico:
la negación de lo sobrenatural y de todo cuanto choca con la concepción moderna
del universo y sus leyes, del hombre y su existencia. Recordemos la gran
preocupación de Bultmann por eliminar del kerygma evangélico cuantos elementos
pudieran ser piedra de tropiezo intelectual al hombre de hoy. Y recordemos asimismo
que de esa preocupación nació su sistema hermenéutico de la
«desmitologización».
No fue, sin embargo, Bultmann, el único en subrayar
la presencia de mitos en el Nuevo Testamento. Martin Dibelius, en su análisis
de las «formas» de los evangelios, incluyó en los «mitos» los relatos del
bautismo de Jesús así como los de su transfiguración y su resurrección. Otros
autores han sostenido que algunos de los elementos más destacados del Nuevo
Testamento no son sino una adopción de patrones míticos conocidos en el próximo
oriente.
Se hace alusión, por ejemplo, al mito gnóstico de
la encarnación, que F. F. Bruce resume en los siguientes términos: «Una esencia
celeste baja del alto mundo de las luces al mundo interior de oscuridad física
y es apresada en una multitud de cuerpos terrenales. Con objeto de liberar esta
pura esencia de su encarcelamiento, desciende un salvador del mundo de la luz
para impartir el conocimiento verdadero: es revelador y redentor a un tiempo.»
Un mito análogo se encuentra en la literatura mandea,
según el cual el redentor, después de haber vencido a fuerzas demoníacas, conduce
las almas liberadas al mundo superior. Esta victoria se reproduce
simbólicamente en el bautismo mandeo, que algunos han relacionado con el
bautismo de Juan.
Pero la aparición de estos mitos es posterior a los
tiempos apostólicos, como asegura Bruce y como demuestra Stephen Neill en un
documentado estudio sobre esta cuestión.' Era, pues, imposible que los
escritores del Nuevo Testamento se valieran de ellos.
Más bien de los datos cronológicos debe deducirse
que la literatura mítica de la encarnación redentora se inspiró en el material,
anterior, del Nuevo Testamento. y si se observa que el lenguaje novotestamentario
presenta a veces rasgos que pueden sugerir afinidad con textos gnósticos, no
debe perderse de vista que hay otro tipo de textos con los que, de modo más
natural, pueden guardar cierta relación: los de la literatura judía relativos a
la sabiduría divina personificada, correspondientes al periodo inmediatamente anterior
a Cristo.
La historicidad esencial del Nuevo Testamento es de
vital importancia en la interpretación de cualquiera de sus textos. Si,
cediendo al escepticismo de ciertos eruditos, dudamos de la veracidad histórica
de los evangelios, ¿qué puede librarnos de la duda respecto a la autoridad, el
valor y el significado de pasajes no narrativos?
Si el intérprete puede sentirse con libertad para
juzgar la objetividad histórica de unos relatos, ¿por qué no obrar con la misma
libertad para decidir el modo de interpretar las doctrinas del pecado o de la
justificación por la fe expuestas por Pablo? ¿Por qué no discutir e interpretar
los principios éticos del Nuevo Testamento partiendo de la idea de que los
escritores quisieron decir algo diferente de lo que dijeron?
Las palabras de Pablo en 1.Co. 15:14 no podían ser
más contundentes: «SI Cristo no resucitó el hecho histórico más trascendental, vana
es entonces nuestra predicación' vana es también vuestra fe.» Contrariamente a
lo que algunos' aseveran hoy, para el apóstol no es la fe lo que origina la
resurrección de Jesús sino que es ésta la que da origen a la fe. Y todo lo que
no sea reconocer como sustancialmente válido el testimonio histórico del Nuevo
Testamento es someter su interpretación a las arbitrariedades más
contradictorias. Es, en una palabra, un atentado contra la seriedad
hermenéutica.
PECULIARIDADES LITERARIAS DEL NUEVO
TESTAMENTO
Con excepción de. los pasajes de tipo apocalíptico,
el Nuevo Testamento esta escrito en lenguaje .qu~ debe ser interpretado en su
sentido natural, siguiendo los principios y normas estudiados en la
hermenéutica general. Las metáforas, símiles y parábolas han de interpretarse
de acuerdo con las indicaciones relativas al lenguaje figurado. No parece,
pues, necesario extenderse en más consideraciones.
Sin embargo, hay hechos, circunstancias factores de
oposición y reacción, elementos lingüísticos peculiares que el interprete ha de
incorporar a su bagaje de conocimientos con objeto de perfeccionar su labor. Su
conjunto constituye un amplio campo. Por nuestra parte, nos referiremos sólo a
algunas de las cuestiones más fundamentales.
TRADICIÓN ORAL Y TEXTOS ESCRITOS
Si una cosa parece, clara en el Nuevo Testamento es
que su contenido esencial esta formado por el mensaje evangélico, recibido y
transmitido por los apóstoles y sus colaboradores (He. 2:3).
Su origen no esta en la comunidad cristiana, sino
en Jesús, quien Instruyo a sus. discípulos a lo largo de su ministerio público
en todo lo concerniente al reino de Dios. Desde el primer momento la Iglesia
tiene un mensaje básico completo, tanto para la proclamación evangelística como
para la enseñanza de los conversos. El discurso de Pedro el día de Pentecostés
es una síntesis admirable de ese mensaje. Y los que en aquella ocasión
creyeron, añadidos a la Iglesia, perseveraban «en la doctrina de los apóstoles»
(Hch. 2:42).
Es importante observar el doble aspecto de
«recepción» y «transmisión» en lo que respecta al Evangelio. Los apóstoles transmiten
lo que antes han recibido del Señor. Pablo es enfático al escribir: «Cuando
recibisteis (verbo paralambaruñ la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la
recibisteis no como palabra de hombres, sino, según es en verdad, la palabra de
Dios que actúa en vosotros» (l Ts. 2: 13).
La predicación es tradición en su sentido literal,
paradosis, es decir, comunicación de algo que previamente ha sido comunicado al
predicador apostólico. Así lo declara Pablo sucintamente: «Os transmití (verbo
paradidómi) lo que asimismo recibí (paralambano), que Cristo fue muerto por
nuestros pecados conforme a las Escrituras, y que fue sepultado y resucitó al
tercer día conforme a las Escrituras» (l Co. 15:3, 4).
Esa tradición, que contenía los hechos más
prominentes relativos a la vida, muerte y resurrección de Jesús, así como sus
principales enseñanzas, se difundió oralmente por espacio de una generación.
Este era el medio más adecuado, el más
impresionante, en tanto vivieran los apóstoles, testigos de Jesús. Tanto en la
predicación de éstos como en sus contactos personales, podían hablar con
autoridad de cuanto habían visto, oído y palpado acerca del Verbo de vida (l
Jn. 1:1).
Al parecer, el material de la tradición apostólica
fue estructurándose según las diversas necesidades de la Iglesia: proclamación,
apologética, enseñanza, culto; y posiblemente desde muy temprano empezaron a
circular unidades de tradición, más o menos formalmente agrupadas, con miras a
suplir las mencionadas necesidades. El modo como tal estructuración tuvo lugar
no puede aún precisarse.
En algunos casos es probable que a la tradición origina
se añadieran glosas, interpretaciones o fórmulas culticas, pero siempre
conservando la sustancia de la tradición original. Tal parece ser el caso, por
ejemplo, de la versión de Pablo sobre la cena del Señor. Por un lado, se expone
inequívocamente el origen de la celebración eucarística: «Yo recibí (parélabon)
del Señor lo que también os he transmitido (parédáka)» (l Co. 11:23).
Por otro lado, al comparar 1 Co. 11:23-26 con los
pasajes paralelos de los evangelios sinópticos, se observa mayor similitud con
el de Lucas, el mas elaborado de los tres, e incluso alguna ligera adición (ehaced
esto todas las veces que la bebáis en memoria de mí», v. 25). Diferencias
semejantes nos muestra la comparación del evangelio de Lucas con los de Marcos
y Mateo.
En cualquier caso es de notar tanto la preservación
del material original, núcleo esencial del texto, como la perfecta trabazón teológica
entre ese material y las «adiciones». Además no debemos perder de vista que los
apóstoles eran, conforme a la promesa de Jesús (Jn. 14:26), especialmente
guiados por el Espíritu Santo.
Ellos, cuando fue conveniente, supieron dejar
constancia de que hacían distinción entre aquello que habían recibido del Señor
y lo que era fruto de su propia reflexión. Pero aun ésta gozaba de a iluminación
del Espíritu (l Ca. 7:10, 12,40).
El paso de la tradición oral a los documentos
escritos ha Sido y sigue siendo objeto de apasionados estudios. Los textos más antiguos
del Nuevo Testamento son probablemente algunas de las cartas de Pablo (Gálatas
y 1 y 2 Tesalonicenses). Los evangelios fueron posteriores. Pero es posible que
antes de estos escritos ya hubiesen aparecido otros. De momento, la cuestión se
mantiene en el terreno de las conjeturas.
Que el posible material escrito anterior a los
evangelios sinópticos fuese usado como fuente -al menos parcial- de éstos es una
opinión generalizada. Aunque es evidente la estrecha relación y los múltiples
puntos de coincidencia entre Mateo y Marcos, no hay razones suficientemente
sólidas para asegurar que el uno tomó al otro como base única para la
composición de su obra. Se admite la prioridad de Marcos, cuyo contenido habría
servido de fuente para Mateo y Lucas.
No obstante, el minucioso estudio comparativo de
los tres evangelios ha llevado a la conclusión de que fuente importante fue un
supuesto documento conocido como «Q» (del alemán Quelle, fuente), usado
especialmente por Mateo y Lucas en los pasajes sin paralelos en Marcos. Algunos
especialistas han mencionado asimismo la posibilidad de que Mateo usara
material de una colección de dichos de Jesús que se ha designado con la inicial
«M», y que Lucas incorporara a su evangelio (especialmente a los caps. 9-18)
material obtenido en Cesarea (documento «L»).
Por supuesto, el denominado «problema de los
sinópticos» es de mayor envergadura; pero su estudio se sale del propósito de esta
obra. Para ahondar en él, remitimos al lector a cualquier obra acreditada sobre
los evangelios o a los artículos correspondientes en comentarios y diccionarios
bíblicos. En cambio, también en relación con la génesis literaria del Nuevo
Testamento, dedicaremos algo más de atención y espacio a un tema que a lo largo
de este siglo ha adquirido importancia creciente: