EL EVANGELIO, ESENCIA DEL NUEVO TESTAMENTO

INTRODUCCIÓN

El Nuevo Testamento es el testimonio del cumplimiento de todo aquello que en el Antiguo fue promesa. El gran Profeta que había de venir (Dt. 18:15, 18) ya ha llegado. El «Hijo de David», el Rey ideal, ya ha hecho su aparición. Con Él se rompe el silencio de Dios que había durado desde los últimos profetas postexílicos.
Se oye de nuevo su palabra con el contenido maravilloso y los acentos triunfales del euangelion, la buena noticia. El tiempo de la espera ha llegado a su fin. Ha sonado la hora del nuevo eón. Es el tiempo por excelencia de la salvación (Hch. 4:12; 13:26; Ro. 1:16; etc.). No es todavía la hora de la consumación perfecta del plan salvífica de Dios. Todavía el pueblo redimido conocerá la tensión, el conflicto, el dolor. Todavía tendrá que vivir en esperanza (Ro. 8:23-25).
Pero a partir de ahora la esperanza descansará sobre la base de hechos gloriosos que ya han tenido lugar: la muerte y la resurrección de Jesucristo, garantía de la victoria final de Dios, así como del poder que sostendrá al pueblo cristiano y de las grandes bendiciones que éste disfrutará ya aquí y ahora.
Al analizar el contenido del mensaje esencial del Nuevo Testamento, es decir, del Evangelio, observamos algunos hechos de especial importancia hermenéutica:

1. JESUCRISTO ES EL CENTRO DE LA PROCLAMACIÓN EVANGÉLICA.

Un centro que es mucho más que un punto. Es un círculo inmenso que prácticamente ocupa la totalidad de la buena nueva. Por ello resulta tan acertado el título del evangelio de Marcos: «Principio del Evangelio de Jesucristo.» Jesús no es sólo su anunciador. Es lo primordial de su contenido. Todo gira en torno a Él.
Dios se revela en su unigénito Hijo, quien lo da a conocer (Jn. 1:18). La ley, tan trascendental para los judíos, es interpretada, enriquecida Y cumplida por Él. A través de Cristo se manifiestan las fuerzas del Reino de Dios (Mt. 12:28). El es la nueva cabeza de la humanidad (Ro. 5:15 y ss.). Sólo por la fe en Jesucristo podemos poseer la vida eterna (Jn. 3:16; 5:24) y participa~ en la nueva creación de la que El es autor (2 Ca. 5: 17). La autoridad de su palabra es insuperable y de la actitud de los hombres ante ella depende su destino (Jn. 12:48).

ESTE HECHO ES FUNDAMENTAL DESDE EL PUNTO DE VISTA HERMENÉUTICO.

Ningún texto del Nuevo Testamento puede ser interpretado adecuadamente si se pierde de vista la centralidad de Cristo en el Evangelio y las implicaciones de la misma. Ninguna doctrina, ningún precepto moral, ninguna experiencia religiosa –individual o colectiva se pueden separarse de Cristo.
Las enseñanzas de las diversas religiones han sido justamente juzgadas por su valor intrínseco, independiente de sus fundadores, quienes eran únicamente transmisores de aquéllas. Pero en el cristianismo, Jesucristo es, inseparablemente, el mensajero y el mensaje. Como atinadamente afirmó Griffith Thomas al titular uno de sus libros, «el cristianismo es Cristo». Y la autenticidad de la fe cristiana no se determina por la ortodoxia de unas creencias, sino por la relación personal del creyente con su Salvador y Señor.

2. CRISTO ES EL GRAN ANTITIPO DE TODOS LOS TIPOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO.

Como tuvimos ocasión de ver en el capítulo relativo a tipología, es enorme la cantidad de material de Antiguo Testamento que prefigura a Cristo y los diferentes aspectos de su obra.
Lo más grande de cuanto Israel había tenido por sagrado apuntaba a Jesús (Jn. 5:39). Jesucristo es la nueva pascua de su pueblo (l Ca. 5:7), el verdadero maná (Jn. 6:30-35), la roca de la que mana el agua de vida (l Co. 10:4), el tabernáculo por excelencia (Jn. 1;14), el incomparable sumo sacerdote (He. 4:14 y ss.), el cordero inmaculado que quita el pecado del mundo (Jn. 1:29). Podríamos multiplicar los ejemplos de tipos referidos a Cristo.
Todos ellos, al compararlos con el gran Antitipo, son como insignificantes lucecillas que anuncian la aparición del «sol de justicia en cuyas alas traerá salvación» (Mal. 4:2). La abundancia de tales tipos, así como su gran variedad ilustrativa, nos ayudan a entender mejor la grandiosidad de Cristo y las múltiples facetas de su ministerio redentor.

3. LA SALVACIÓN DEL HOMBRE, FINALIDAD DE LA OBRA DE CRISTO.

Sobre este tema volveremos más adelante para considerarlo bajo la perspectiva del Reino. Pero su importancia nos obliga a darle un lugar también aquí.
El propósito del Evangelio no es enriquecer la mente humana con nuevos conocimientos religiosos, sino ofrecer a los hombres la salvación (Le. 19: 10). La proclamación apostólica hace resaltar constantemente este hecho (Hch. 4:12; 13:26; Ro. 1:16; 13:11; 2 Co. 6:2; Ef. 1:13; 2 Ts. 2:13; 2 Ti. 2:10; He. 2:3; 5:9; 1 P. 1:9; etc.).
Es de destacar que el significado del nombre de Jesús (Salvador) ya aparece con notable relieve en el relato del nacimiento que hallamos en Mateo (l :21). Y las narraciones de los evangelistas coinciden al destacar el ministerio de Juan el bautista, preparación del de Jesús, como una potente llamada a disfrutar de la era de la salvación por la vía del arrepentimiento.
Desde el primer momento se hace evidente que la salvación cristiana es de naturaleza moral. No se trata de liberación de enemigos humanos o de circunstancias temporales adversas, idea prevaleciente -aunque no exclusiva- en el Antiguo Testamento.
El hombre ha de ser salvado prioritariamente de la tiranía de su propio egocentrismo, de sus codicias, del desenfreno de sus pasiones, de sus actos injustos, de malignas fuerzas cósmicas y -lo que es más grave- de su rebeldía contra Dios. Sólo cuando el hombre es librado de tan nefasta servidumbre adquiere su verdadera libertad.
Y sólo Cristo puede liberarle (Jn. 8:32, 36). Todo esfuerzo humano por alcanzar la salvación es vano. La salvación es don de Dios que se recibe mediante la fe (Ef. 2:8).
Esta salvación no se agota con la mera emancipación de la esclavitud moral en que vive todo hombre por naturaleza. Se extiende a una amplísima esfera en la que e redimido ha de hacer uso positivo de su libertad. La salvación proclamada en el Evangelio no es únicamente salvación de, sino salvación para. Tiene una finalidad: servir gozosamente a Dios en conformidad con los principios morales contenidos en su Palabra. Pablo expresa magistralmente ese fin: «Muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro... libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia» (Ro. 6:11, 18).
La salvación, según el Nuevo Testamento, es comparable a un éxodo glorioso. Dios «nos ha librado de la potestad de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo» (Col. 1:13). Esto equivale a un cambio radical en el interior de la mente (metanoia y a un cambio en la conducta. El evangelio destruye todo fundamento falso de esperanza respecto a la salvación y exige frutos dignos de auténtico arrepentimiento.
El concepto novotestamentario de la salvación es, como acabamos de ver, primordialmente moral y espiritual; pero incluye el bienestar total de la persona. El paralítico no sólo recibió el perdón de sus pecados; también fue sanado físicamente. La obra restauradora de Dios tiene que ver no solamente con las almas, sino también con los cuerpos; no sólo con lo espiritual y eterno, sino además con lo temporal. Una proclamación del Evangelio que no tenga en cuenta al hombre en la totalidad de su naturaleza y de sus necesidades no es una exposición completa de la buena nueva.
Es cierto que no parece ser voluntad de Dios efectuar una salvación psicofísica total -incluida la liberación de enfermedades y otras causas de sufrimiento-de modo inmediato en la experiencia de todos sus hijos o restaurar ya ahora nuestro mundo caótico al orden y la armonía del principio de la creación. En el tiempo presente no puede dejar de oírse el gemido de un universo sujeto a dolor y frustración (Ro. 8:19-22).
La consumación de la obra salvífica de Dios tendrá lugar en el futuro; pero ya ahora el redimido es llamado a interesarse y obrar en favor de la creación, de cuanto es obra de Dios; sobre todo, en favor de su prójimo, viendo a éste en su particular situación existencial, como vio el buen samaritano al judío mal herido y despojado en el camino de Jericó.
Pero si es verdad que la espiritualidad y trascendencia del Evangelio ~o anulan los aspectos temporales de la salvación, no es menos Cierto que éstos tampoco eclipsan la gloria escatológica de su mensaje. La salvación cristiana presente es salvación en tránsito; no ha alcanzado aún su término. Pero la meta está cada vez más cerca. Maranatha, el Señor viene (l Co. 16:22). Y cuando venga nuestra salvación será perfecta (l Jn. 3:1-3).

4. EL NUEVO PUEBLO DE DIOS.

Este es uno de los puntos que mayor atención exigen, dado que una apreciación incompleta o defectuosa del mismo puede dar origen a conclusiones equivocadas.
Es el Antiguo Testamento, Israel es el pueblo de Yahvéh, su especial tesoro, su posesión (Ex. 9:5; 01. 4:20; 7:6), su siervo (Sal. 135: 14; Is. 48:20), su hijo (Ex. 4:22-23; Os. 11: 1), su grey (Sal. 95:7). Con ese pueblo establece Dios una relación de alianza basada en amorosa elección, a la que Israel había de corresponder con la obediencia.
A causa de la deslealtad israelita la bendición divina es trocada en juicio. Consecuentemente, la nación como tal deja de ser pueblo en el sentido que el término entrañaba según Dios. A Israel se le da el nombre de lo-ammi (no pueblo mío). Dios mismo explica el porqué: «Porque vosotros no sois mi pueblo ni yo seré vuestro Dios» (Os. 1:9). La infidelidad humana no alterará la fidelidad divina y al final desaparecerá la partícula negativa de lo-ammi para convertirse nuevamente en ammi, «pueblo mío» (Os. 2:23).
Pero entretanto ¿quién constituiría el verdadero pueblo de Dios? El «resto» fiel de israelitas que perseveraba en el temor de Yahvéh. Su cédula de pertenencia al pueblo escogido no era su partida de nacimiento, sino su fe. Guiado por los profetas, este realmente piadoso mantuvo viva la esperanza de la plena restauración de Israel (Ez. 11:16-20). Pero el plan de Dios iba mucho más allá. Traspasó los límites nacionalistas para incluir en su pueblo a hombres y mujeres de todos los países (Is. 45:20-24; 49:6; 55:4-7; Zac. 2: 10-12).
La evolución del concepto «pueblo de Dios» en el Antiguo Testamento hace cada vez más evidente que el verdadero israelita no es el mero descendiente de Abraham, de Isaac y de Jacob, sino el que oye la palabra de Dios y la guarda. Esta conclusión nos deja ya en el plano conceptual del Nuevo Testamento, y en cierto modo podría justificar la duda de si en éste realmente hallamos o no un nuevo pueblo de Dios, pues, salvadas las diferencias de conocimiento, las características fundamentales de los creyentes, antes y después de Cristo, son prácticamente las mismas.
No obstante, parece claro que el Evangelio, sobre la base de un nuevo pacto, transfiere a la Iglesia cristiana todas las características propias del pueblo de Dios, y de modo tal que la hace aparecer como una especial modalidad del mismo, pero con una singularidad que la distingue del conjunto de lo santos de todos los tiempos.
Según el Evangelio, el pueblo de Dios está compuesto por los creyentes en Jesucristo. Ningún título, mérito o circunstancia de tipo humano nos da el derecho de pertenecer a él. Únicamente son válidos el arrepentimiento y la fe en el Hijo de Dios, sin distinción de raza, nación o lengua. Ellaos theou ahora estará formado tanto por judíos como por gentiles, sin más barrera o exclusión que la causada por la incredulidad.
El Evangelio es poder de Dios para salvación para todo aquel que cree (Rom. 1:16). De la misma manera que sin Cristo tanto los judíos como los gentiles están perdidos (Ro. 3:9), así en Cristo Dios justifica tanto a los unos como a los otros (Ro. 3:29-30) para hacer un solo pueblo, un solo cuerpo en el que todos los miembros tienen idéntico derecho de acceder al Padre por un mismo Espíritu (Ef. 2:11-18). En este nuevo pueblo, Cristo es el todo en todos (Col. 3: 11).
Pero si el Evangelio nos presenta la Iglesia como el verdadero pueblo de Dios, ¿qué lugar ocupa Israel en el esquema novotestamentario?
Esta cuestión ya se planteó en los inicios del cristianismo y ha originado tanta preocupación como controversia. Sin entrar a fondo en el tema, y menos aún en las discrepancias que han enfrentado a diferentes escuelas de interpretación, nos parece justo reconocer que, en términos generales, cuando el Nuevo Testamento se refiere de algún modo al pueblo de Dios, la referencia debe aplicarse a la Iglesia, única y universal. Es difícil encontrar base sólida para colocar paralelamente en el curso de la historia a partir de Cristo dos pueblos de Dios: la Iglesia e Israel.
En la era o dispensación actual, un judío sólo puede ser considerado como perteneciente aliaos theou si se ha convertido a Cristo.
Dicho esto, no debemos soslayar los datos que el Nuevo Testamento nos da sobre el futuro del Israel histórico, como si su identidad y su especial lugar en los propósitos de Dios se hubiesen desvanecido para siempre, lo que sería falso. Sin duda, los capítulos 9-11 de la carta a los Romanos aportan el más acertado de los enfoques del problema de Israel en la perspectiva histórica.
Pero en todo caso conviene destacar la unicidad del pueblo de Dios en Cristo. Siguiendo la ilustración paulina, en el plan divino no hay dos olivos, sino uno solo, de cuya savia se nutren tanto las ramas de los judíos como las de los gentiles (Ro. 11: 11-24).
Sin pretender que los puntos expuestos sean los únicos importantes, sí hemos de considerarlos esenciales para obtener una adecuada percepción global del Evangelio, factor indispensable para la exégesis de textos del Nuevo Testamento.

EVANGELIO E HISTORIA

Si al ocupamos de los textos narrativos del Antiguo Testamento hicimos hincapié en la historicidad de los mismos, con no menos énfasis debemos subrayar el carácter histórico de los relatos del Nuevo. Cualquier debilitamiento de este punto repercute inevitablemente en la interpretación, como vimos al estudiar los métodos histórico-crítico y existencial.
Desde Reimarus, la cuestión del «Jesús histórico» ha sido objeto de apasionados estudios que han dado lugar a las más contradictorias opiniones, la mayoría de ellas como sugiere K. Frormezcla confusa de fuerte psicologización, de positivismo ingenuo, de fantasía romántica y de concepciones idealistas del mundo.'
Los condicionamientos filosóficos de los dos últimos siglos han influido en no pocas escuelas teológicas en sentido negativo, agrandando la distancia entre el Jesús cognoscible por la vía de la crítica histórica y el Cristo proclamado por las comunidades cristianas del primer siglo. Pero tampoco han faltado eruditos que han sostenido la necesidad de liberación del escepticismo histórico en tomo a la figura de Jesús.
Últimamente, pese al empeño de Bultmann en prescindir del valor que pudiera tener la figura objetiva de Jesús -dadas las enormes dificultades críticas que, según él, se interponen en el camino a su conocimiento histórico- y el superior valor del Cristo del kerygma apostólico; el interés por el tema no ha disminuido. Por el contrario, en el periodo posbultmanniano, una de las preguntas capitales sigue siendo: ¿Qué relación existe entre el Jesús histórico y el Cristo predicado por la Iglesia Primitiva? Así E. Kasemann, G. Bomkamm y E. Fuchs, entre otros, han llamado la atención sobre la conexión que debe haber entre los hechos y el mensaje apostólico.
Aunque el movimiento por ellos representado esté aún lejos de proveer una base histórica plausible, hay en su línea de pensamiento puntos de indudable interés. Es significativa, por ejemplo, la afirmación de Kasemann: «La historia de Jesús es constitutiva para la fe»,' y lo es por cuanto el hecho de la revelación tiene lugar una vez por todas en la historia terrena, en una persona concreta en el tiempo y en el espacio.
La acción de Dios en esa historia precede a la fe. El kerygma pascual incluye el testimonio de que Dios, en el Jesús de la historia, ya ha actuado antes de que la fe existiera. El Señor glorificado no es otro que el Jesús encarnado, crucificado y resucitado. Fuchs no es menos concluyente cuando sostiene que «el llamado Cristo de la fe no es, en realidad, otro que el Jesús histórico».'
Es verdad que los narradores del Nuevo Testamento no son personas neutras frente al hecho de Jesucristo. Son testigos creyentes, discípulos henchidos de reverencia y amor hacia el Maestro.
Su testimonio se entrelaza con la adoración. Su lenguaje es el de la fe, individual y comunitaria. No debe sorprender, pues, que en sus escritos los hechos aparezcan revestidos de sentimientos de devoción a su Señor. Pero de esto a asegurar que la esencia misma de las narraciones es producto de la fe de la primitiva Iglesia medio un abismo.
Aun concediendo que los narradores del Nuevo Testamento, al igual que los del Antiguo, no eran historiadores en el sentido moderno, es del todo arbitrario negar fiabilidad histórica a su testimonio escrito. Sería incompatible con los principios más elementales de la honestidad presentar como hechos reales lo que sólo hubiera sido fruto de una imaginación exaltada. El lenguaje de los hagiógrafos novotestamentarios es decisivo al respecto.
Lucas, en el prólogo de su Evangelio, atestigua su esmerada labor de investigación histórica (Lc. 1:1-3) y en las epístolas universales encontramos repetidas afirmaciones relativas a la objetividad de las narraciones evangélicas (l P. 1:16-18; 1 Jn. 1:1-3). Como en el caso de cualquier historiador, la labor de los evangelistas es la exposición de unos hechos, no la creación de los mismos.
Aun admitiendo que la finalidad de los evangelios y del libro de los Hechos no es fundamentalmente histórica, sino didáctica y apologética o evangelística, ello no significa en modo alguno que sus relatos carezcan de fidedignidad. La mayor parte del material narrativo del Nuevo Testamento fue redactado por testigos oculares de los hechos que se refieren; y el resto se basó en testimonios perfectamente verificables en su día (Comp. 1 Co. 15:6).
La objeción hecha a la fiabilidad de las narraciones del Nuevo Testamento sobre la base de las «discrepancias» que se observan en pasajes paralelos no tiene el peso que a primera vista podría parecer. Los evangelios muestran las características propias de todo testimonio humano. Cuando son varios los testigos, es normal que cada uno sea afectado de modo diferente por el mismo hecho y que varíen los detalles que más le llamaron la atención.

UNA AUSENCIA TOTAL DE DIFERENCIAS SERÍA SOSPECHOSA.

Por otro lado, los escritores, en especial los evangelistas, tenían un propósito concreto que guiaba la selección y ordenación de su material, por lo que cada uno destacó los hechos o los detalles que mejor servían a su finalidad, sin dar demasiada importancia al orden cronológico o a los pormenores de lo acaecido.
Si se tiene esto en cuenta, no surgirá ningún problema de consideración al observar, por ejemplo, que el orden de los acontecimientos en Mt. 8 no es el mismo que en Mr. 1 y 4. Ni constituirá una dificultad el modo como Mateo, en su narración abreviada relativa a la hija de Jairo, alude a ésta como muerta (Mt. 9: 18); en realidad aún no había fallecido, como se indica en Mr. 5:23-35 y Lc, 8:42,49, pero se hallaba a las puertas del fatal desenlace.
Para Mateo lo esencial no era la meticulosidad en los elementos secundarios de lo acontecido, sino la exaltación del poder maravilloso de Jesús. Tampoco será inexplicable la aparente contradicción entre los relatos de Mateo y Marcos y el de Lucas sobre los dos ladrones crucificados al lado de Jesús. Mientras que los dos primeros afirman que ambos malhechores le injuriaban, Lucas declara que sólo uno le vilipendiaba, lo que dio lugar a una atinada reprensión por parte de otro. No hay por qué dudar que ambos relatos son ciertos.
Lo más probable es que Mateo y Marcos nos refieren la actitud de los dos ladrones en los primeros momentos que siguieron a la crucifixión, mientras que Lucas nos narra lo ocurrido algunas horas después, cuando uno de los delincuentes, ante lo portentoso del impresionante drama que con Jesús como centro estaba teniendo lugar, reconoció tanto su propia indignidad como la grandeza de Aquel que no había hecho ningún mal.
Podríamos añadir otros ejemplos y veríamos que prácticamente en todos los casos las discrepancias no son contradicciones reales, sino resultado de testimonios diversos con fines distintos, pero todos ajustados a la verdad esencial de los hechos.
Es evidente que en la raíz de todo antagonismo respecto a la historicidad del Nuevo Testamento se encuentra un presupuesto filosófico: la negación de lo sobrenatural y de todo cuanto choca con la concepción moderna del universo y sus leyes, del hombre y su existencia. Recordemos la gran preocupación de Bultmann por eliminar del kerygma evangélico cuantos elementos pudieran ser piedra de tropiezo intelectual al hombre de hoy. Y recordemos asimismo que de esa preocupación nació su sistema hermenéutico de la «desmitologización».
No fue, sin embargo, Bultmann, el único en subrayar la presencia de mitos en el Nuevo Testamento. Martin Dibelius, en su análisis de las «formas» de los evangelios, incluyó en los «mitos» los relatos del bautismo de Jesús así como los de su transfiguración y su resurrección. Otros autores han sostenido que algunos de los elementos más destacados del Nuevo Testamento no son sino una adopción de patrones míticos conocidos en el próximo oriente.
Se hace alusión, por ejemplo, al mito gnóstico de la encarnación, que F. F. Bruce resume en los siguientes términos: «Una esencia celeste baja del alto mundo de las luces al mundo interior de oscuridad física y es apresada en una multitud de cuerpos terrenales. Con objeto de liberar esta pura esencia de su encarcelamiento, desciende un salvador del mundo de la luz para impartir el conocimiento verdadero: es revelador y redentor a un tiempo.»
Un mito análogo se encuentra en la literatura mandea, según el cual el redentor, después de haber vencido a fuerzas demoníacas, conduce las almas liberadas al mundo superior. Esta victoria se reproduce simbólicamente en el bautismo mandeo, que algunos han relacionado con el bautismo de Juan.
Pero la aparición de estos mitos es posterior a los tiempos apostólicos, como asegura Bruce y como demuestra Stephen Neill en un documentado estudio sobre esta cuestión.' Era, pues, imposible que los escritores del Nuevo Testamento se valieran de ellos.
Más bien de los datos cronológicos debe deducirse que la literatura mítica de la encarnación redentora se inspiró en el material, anterior, del Nuevo Testamento. y si se observa que el lenguaje novotestamentario presenta a veces rasgos que pueden sugerir afinidad con textos gnósticos, no debe perderse de vista que hay otro tipo de textos con los que, de modo más natural, pueden guardar cierta relación: los de la literatura judía relativos a la sabiduría divina personificada, correspondientes al periodo inmediatamente anterior a Cristo.
La historicidad esencial del Nuevo Testamento es de vital importancia en la interpretación de cualquiera de sus textos. Si, cediendo al escepticismo de ciertos eruditos, dudamos de la veracidad histórica de los evangelios, ¿qué puede librarnos de la duda respecto a la autoridad, el valor y el significado de pasajes no narrativos?
Si el intérprete puede sentirse con libertad para juzgar la objetividad histórica de unos relatos, ¿por qué no obrar con la misma libertad para decidir el modo de interpretar las doctrinas del pecado o de la justificación por la fe expuestas por Pablo? ¿Por qué no discutir e interpretar los principios éticos del Nuevo Testamento partiendo de la idea de que los escritores quisieron decir algo diferente de lo que dijeron?
Las palabras de Pablo en 1.Co. 15:14 no podían ser más contundentes: «SI Cristo no resucitó el hecho histórico más trascendental, vana es entonces nuestra predicación' vana es también vuestra fe.» Contrariamente a lo que algunos' aseveran hoy, para el apóstol no es la fe lo que origina la resurrección de Jesús sino que es ésta la que da origen a la fe. Y todo lo que no sea reconocer como sustancialmente válido el testimonio histórico del Nuevo Testamento es someter su interpretación a las arbitrariedades más contradictorias. Es, en una palabra, un atentado contra la seriedad hermenéutica.

PECULIARIDADES LITERARIAS DEL NUEVO TESTAMENTO

Con excepción de. los pasajes de tipo apocalíptico, el Nuevo Testamento esta escrito en lenguaje .qu~ debe ser interpretado en su sentido natural, siguiendo los principios y normas estudiados en la hermenéutica general. Las metáforas, símiles y parábolas han de interpretarse de acuerdo con las indicaciones relativas al lenguaje figurado. No parece, pues, necesario extenderse en más consideraciones.
Sin embargo, hay hechos, circunstancias factores de oposición y reacción, elementos lingüísticos peculiares que el interprete ha de incorporar a su bagaje de conocimientos con objeto de perfeccionar su labor. Su conjunto constituye un amplio campo. Por nuestra parte, nos referiremos sólo a algunas de las cuestiones más fundamentales.

TRADICIÓN ORAL Y TEXTOS ESCRITOS

Si una cosa parece, clara en el Nuevo Testamento es que su contenido esencial esta formado por el mensaje evangélico, recibido y transmitido por los apóstoles y sus colaboradores (He. 2:3).
Su origen no esta en la comunidad cristiana, sino en Jesús, quien Instruyo a sus. discípulos a lo largo de su ministerio público en todo lo concerniente al reino de Dios. Desde el primer momento la Iglesia tiene un mensaje básico completo, tanto para la proclamación evangelística como para la enseñanza de los conversos. El discurso de Pedro el día de Pentecostés es una síntesis admirable de ese mensaje. Y los que en aquella ocasión creyeron, añadidos a la Iglesia, perseveraban «en la doctrina de los apóstoles» (Hch. 2:42).
Es importante observar el doble aspecto de «recepción» y «transmisión» en lo que respecta al Evangelio. Los apóstoles transmiten lo que antes han recibido del Señor. Pablo es enfático al escribir: «Cuando recibisteis (verbo paralambaruñ la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino, según es en verdad, la palabra de Dios que actúa en vosotros» (l Ts. 2: 13).
La predicación es tradición en su sentido literal, paradosis, es decir, comunicación de algo que previamente ha sido comunicado al predicador apostólico. Así lo declara Pablo sucintamente: «Os transmití (verbo paradidómi) lo que asimismo recibí (paralambano), que Cristo fue muerto por nuestros pecados conforme a las Escrituras, y que fue sepultado y resucitó al tercer día conforme a las Escrituras» (l Co. 15:3, 4).
Esa tradición, que contenía los hechos más prominentes relativos a la vida, muerte y resurrección de Jesús, así como sus principales enseñanzas, se difundió oralmente por espacio de una generación.
Este era el medio más adecuado, el más impresionante, en tanto vivieran los apóstoles, testigos de Jesús. Tanto en la predicación de éstos como en sus contactos personales, podían hablar con autoridad de cuanto habían visto, oído y palpado acerca del Verbo de vida (l Jn. 1:1).
Al parecer, el material de la tradición apostólica fue estructurándose según las diversas necesidades de la Iglesia: proclamación, apologética, enseñanza, culto; y posiblemente desde muy temprano empezaron a circular unidades de tradición, más o menos formalmente agrupadas, con miras a suplir las mencionadas necesidades. El modo como tal estructuración tuvo lugar no puede aún precisarse.
En algunos casos es probable que a la tradición origina se añadieran glosas, interpretaciones o fórmulas culticas, pero siempre conservando la sustancia de la tradición original. Tal parece ser el caso, por ejemplo, de la versión de Pablo sobre la cena del Señor. Por un lado, se expone inequívocamente el origen de la celebración eucarística: «Yo recibí (parélabon) del Señor lo que también os he transmitido (parédáka)» (l Co. 11:23).
Por otro lado, al comparar 1 Co. 11:23-26 con los pasajes paralelos de los evangelios sinópticos, se observa mayor similitud con el de Lucas, el mas elaborado de los tres, e incluso alguna ligera adición (ehaced esto todas las veces que la bebáis en memoria de mí», v. 25). Diferencias semejantes nos muestra la comparación del evangelio de Lucas con los de Marcos y Mateo.
En cualquier caso es de notar tanto la preservación del material original, núcleo esencial del texto, como la perfecta trabazón teológica entre ese material y las «adiciones». Además no debemos perder de vista que los apóstoles eran, conforme a la promesa de Jesús (Jn. 14:26), especialmente guiados por el Espíritu Santo.
Ellos, cuando fue conveniente, supieron dejar constancia de que hacían distinción entre aquello que habían recibido del Señor y lo que era fruto de su propia reflexión. Pero aun ésta gozaba de a iluminación del Espíritu (l Ca. 7:10, 12,40).
El paso de la tradición oral a los documentos escritos ha Sido y sigue siendo objeto de apasionados estudios. Los textos más antiguos del Nuevo Testamento son probablemente algunas de las cartas de Pablo (Gálatas y 1 y 2 Tesalonicenses). Los evangelios fueron posteriores. Pero es posible que antes de estos escritos ya hubiesen aparecido otros. De momento, la cuestión se mantiene en el terreno de las conjeturas.
Que el posible material escrito anterior a los evangelios sinópticos fuese usado como fuente -al menos parcial- de éstos es una opinión generalizada. Aunque es evidente la estrecha relación y los múltiples puntos de coincidencia entre Mateo y Marcos, no hay razones suficientemente sólidas para asegurar que el uno tomó al otro como base única para la composición de su obra. Se admite la prioridad de Marcos, cuyo contenido habría servido de fuente para Mateo y Lucas.
No obstante, el minucioso estudio comparativo de los tres evangelios ha llevado a la conclusión de que fuente importante fue un supuesto documento conocido como «Q» (del alemán Quelle, fuente), usado especialmente por Mateo y Lucas en los pasajes sin paralelos en Marcos. Algunos especialistas han mencionado asimismo la posibilidad de que Mateo usara material de una colección de dichos de Jesús que se ha designado con la inicial «M», y que Lucas incorporara a su evangelio (especialmente a los caps. 9-18) material obtenido en Cesarea (documento «L»).

Por supuesto, el denominado «problema de los sinópticos» es de mayor envergadura; pero su estudio se sale del propósito de esta obra. Para ahondar en él, remitimos al lector a cualquier obra acreditada sobre los evangelios o a los artículos correspondientes en comentarios y diccionarios bíblicos. En cambio, también en relación con la génesis literaria del Nuevo Testamento, dedicaremos algo más de atención y espacio a un tema que a lo largo de este siglo ha adquirido importancia creciente: